Hace unas semanas hemos visto el
último movimiento del líder del PSOE Pedro Sánchez: revestirse con la bandera
de España al ser proclamado candidato de su partido a las Elecciones Generales.
Caben varias interpretaciones a este gesto, simple imagen, a imitación de la
proclamación de las candidaturas de los líderes estadounidenses, siempre bien
acompañados de su enseña nacional, o enviar el mensaje de que el PSOE cree en
España y en sus símbolos. Sin embargo sea cual sea es un gesto llamativo, pues
a los socialistas, con honrosas excepciones, siempre les ha producido urticaria
dejarse fotografiar o aparecer junto a nuestros símbolos nacionales.
Y eso que nuestros símbolos son
parte de nuestra cultura y de nuestra historia, unos símbolos adoptados hace
siglos, y que salvo en un corto periodo de tiempo inferior a una década, han
representado a nuestra nación a lo largo del mundo. Nuestra bandera rojigualda
ha vivido mucho desde su adopción en 1785 por parte de Carlos III como enseña
naval y su conversión en bandera nacional por Isabel II en 1843, aunque ya
desde principios de ese siglo los españoles la tomaron como su símbolo
oficioso. ¿Y qué decir de nuestro himno? También adoptado por Carlos III, como
marcha de honor, en 1770, y oficializado como himno nacional por Isabel II unas
décadas después, lleva acompañando a las autoridades de nuestro país más de dos
siglos, salvo el mismo pequeño intervalo en el que, al igual con la bandera,
fue desplazado por el rupturismo de la etapa republicana.
Y es sorprendente la actitud de
los socialistas porque, pese a que hasta ahora jamás han tenido reparos en
ceñirse las banderas de las comunidades autónomas y de defender sus
tradiciones, sí los han tenido con la bandera y costumbres nacionales. Aunque
esto no es de extrañar pues nunca tuvieron problemas en aliarse con aquellos
que desprecian y quieren eliminar todo lo que suene a proyecto en común de
todos los españoles, como vemos ahora en la Comunidad Valenciana, llegando en
algunos casos, como ha venido pasando en Cataluña, de convertirse incluso en
tener postulados más nacionalistas que los propios nacionalistas de la zona.
No deja de ser paradójico que un
partido que asegura tener una ideología que dice basarse en buscar el bien
común, en que todos los ciudadanos sean iguales y tengan los mismos derechos, sea
el que lidere en algunos lugares la lucha contra la igualdad de los españoles
queriendo imponer una estructura en donde unos, por el hecho de vivir en
ciertas comunidades autónomas, tienen más derechos que otros, así como un trato
de ciudadanos de primera frente al resto de los ciudadanos del resto de
territorios de nuestro país en donde no hay partidos nacionalistas de peso.
Pues en España hace un par de
décadas se pusieron de moda los partidos nacionalistas, los hay de lo más
variopinto, desde los más conocidos CiU o ERC en Cataluña, o PNV y las
múltiples marcas de los terroristas etarras en el País Vasco, o el BNG en
Galicia a formaciones realmente paradójicas que abanderan discursos propios de
partidos nacionalistas en tierras donde el sentimiento nacional es nulo, como
son Andalucía, Aragón, León, las Castillas, e incluso nuestro Principado. Muchos
de ellos son partidos residuales, que las pocas veces que han visto algo de
poder jamás han tenido problemas para alcanzar pactos con el Partido
Socialista. Pero sin duda los peores son los grandes, basados en naciones
inventadas e historias falseadas, en guerras que jamás existieron o que jamás
tuvieron el sentido que se les da. De la gran ocupación española de las
provincias vascas, a la guerra entre España y Cataluña de 1714, pasando por el
extraño caso gallego.
La ocupación del territorio vasco
es especialmente llamativo, teniendo en cuenta que cuando fueron incorporadas
al Reino de Castilla, aparte de haber estado muy ligadas previamente, eran
tiempos dónde las tierras eran patrimonio de señores que emparentaban con los
reyes castellanos y de las que salieron los héroes de las grandes hazañas
españolas como Blas de Lezo o Juan Sebastián Elcano, que dieron prestigio y
poder a nuestra nación. Del mismo modo ocurrió con tantos y tantos líderes
militares vascos que tanto hicieron por nuestra nación, y de los que nadie puso
en duda que fueran tan o más españoles como los demás hasta que, en el siglo
XIX, un tipo xenófobo y extremista se inventó una historia de terror basándose
en las guerras carlistas, pues él mismo tenía un origen en esta opción
política, y que las convirtió en una guerra entre España y el País Vasco cuando
en realidad lo fueron entre el Liberalismo y el Absolutismo que afectó no solo
a los territorios vascuences sino al conjunto de España, incluso a nuestra
querida Asturias.
El caso de Cataluña también tan
pintoresco, reclamando una y otra vez una guerra, y unos derechos propios,
medievales y totalmente de contenido oligárquico, que tampoco lo fueron. Una
guerra civil que asoló España a la muerte de Carlos II y en la que los
catalanes, junto a los valencianos y los baleares decidieron traicionar al Rey
al que habían jurado obediencia en 1700 para tirarse a los brazos de un
pretendiente al trono. Cierto es que una vez abandonados por su pretendiente
las inmediaciones de la ciudad de Barcelona siguieron haciendo la guerra por su
cuenta, prolongando un conflicto en la península que ya había llegado a su fin
y cuyo único resultado fue un peor acuerdo a nivel internacional para España.
Pero nunca hubo una guerra entre España y Cataluña sino entre dos pretendientes
al trono, y una pequeña insurrección final, pues en ambos bandos lucharon
catalanes y no catalanes, como suele pasar en todas las guerras civiles habidas
y por haber.
Y el caso gallego es el más
extraño de todos, una población de la que no se conoce ningún problema serio o
revuelta desde los convulsos tiempos de la Edad Media, cuya nobleza era de las
más importantes de la corte española durante muchísimos siglos, y en la que
hasta casi nuestra etapa democrática había un galleguismo, nacido también en el
XIX, que defendía una cultura y lengua propia, pero siempre desde la unión y la
lealtad a España.
Para terminar, decía Cánovas, con
su sorna habitual, que eran españoles los que no podían ser otra cosa, y es un
discurso que más de cien años después sigue teniendo vigencia, pues tanto los
nacionalismos periféricos, como la izquierda, han
demostrado aversión ante todo lo que se identifique con España, su bandera, su
himno, sus costumbres…Por lo tanto será una buena noticia que el PSOE confirme
su abandono de esta actitud, y no se quede todo en mero populismo
electoralista, y se sume a la España de la que hablaba, hace ya un año en su
coronación, Felipe VI, una España con diversidad, pero también una España con
una gran historia en común, y para la que tan sólo yendo unidos podemos crear
un brillante futuro.
José María Aguirre
García de la Noceda
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