Primero, ¿merecen disfrutar de la riqueza aquellos que no han contribuido a generarla? Indudablemente, el mérito es una de nuestras intuiciones éticas más básicas: es de justicia que aquel que merece algo lo obtenga; es injusto que aquel que merece algo no lo obtenga. El problema es que títulos habilitantes del mérito hay muchos: el mérito puede venir dado por una superior inteligencia, por una superior habilidad negociadora, por una superior empatía social, por un superior esfuerzo personal, por una superior red de contactos, por una superior capacidad de persuasión, etc. Que la propiedad deba entroncar de algún modo con el mérito no significa, pues, que cualquier apelación a cualquier mérito baste para socavarla.
En el caso de las sucesiones, el mérito existe y es apreciado por aquel que merece tener la última voz en ese asunto, a saber, el propietario que elabora el testamento y que, a través de ese procedimiento públicamente reglado y reconocido, transmite su propiedad a aquellas personas que él juzga que la merecen. Es perfectamente posible, y lícito, que las demás personas tengamos otras percepciones sobre quién merece la propiedad legada por el causante: pero no somos nosotros, sino él, quien merece dirimir esta cuestión. Lo mismo sucede, por cierto, con otros aspectos básicos de nuestra existencia que nadie se atreve a cuestionar: ¿merecen los hijos los regalos de Navidad que les entregan sus padres? Títulos habilitantes del mérito hay muchos, ya digo, pero quien tiene que evaluarlos y priorizarlos es cada agente implicado, no el Estado.
Es más, en el capitalismo de libre mercado la riqueza de una persona depende de su capacidad para satisfacer las necesidades ajenas. Los ricos no privilegiados por el Estado no son ricos porque produzcan muchos bienes y servicios para su propio consumo, sino porque producen muchos bienes y servicios dirigidos a satisfacer mejor que nadie las necesidades del grueso de la población. El valor de la riqueza de una persona depende de la percepción social sobre su capacidad para seguir satisfaciendo esas necesidades: si mañana se temiera fundadamente que Inditex va a ser desplazada por otra compañía como líder de la distribución textil, la riqueza de Amancio Ortega se hundiría de la noche a la mañana. Por eso, en contra de lo que sostienen economistas como Thomas Piketty, la transmisión de la riqueza es hoy inseparable del mérito de su receptor: si un heredero es incapaz de seguir orientando el patrimonio recibido hacia la satisfacción de las necesidades ajenas (ya sea elaborando él mismo buenos planes empresariales o escogiendo a aquellas personas más aptas para hacerlo), esa riqueza irá consumiéndose hasta desaparecer sin necesidad de ningún Impuesto de Sucesiones. El mérito no tiene por qué ser solo un título que habilite ex ante a recibir un bien: también puede ser un título que habilite ex post a retenerlo (por ejemplo, el jefe que le dice a su empleado: "Te voy a dar una última oportunidad para que me demuestres lo que vales y puedas conservar el puesto").
De hecho, ni siquiera tendría sentido apelar a que, mientras subsista el Estado, éste debe financiarse mediante impuestos y que, en consecuencia, la herencia es un asidero fiscal al que legítimamente puede agarrarse el Fisco. Aun cuando creamos en la licitud de los impuestos, la propiedad acumulada como consecuencia del ahorro y de la inversión juiciosa de la renta ya ha pagado impuestos, por lo que no merece volver a ser gravada por Hacienda. Si no hubiese otros impuestos, acaso pudiera justificarse el de Sucesiones como contribución (única, a lo largo de toda una vida) al mantenimiento de la estructura estatal, pero desde luego no como recargo a la exageradísima presión fiscal que ya padecemos.
Segundo, ¿promueve el Impuesto de Sucesiones la igualdad de oportunidades? De entrada, hay que señalar que la idea verdaderamente liberal no es la igualdad de oportunidades, sino la libertad de oportunidades. Las oportunidades no pueden igualarse salvo desde una perspectiva reduccionistamente economicista, por cuanto no dependen de una única variable (el poder adquisitivo) sino de muchas otras que quedan fuera del alcance de cualquier Gobierno (incluso de los más abiertamente totalitarios): la inteligencia, la belleza, la locuacidad, la empatía, la simpatía, los contactos, la resistencia, la fuerza o la velocidad son facultades que desnivelan el terreno de juego y que los Estados no pueden (afortunadamente) controlar. Cuando se habla de igualar oportunidades únicamente se plantea igualar el acceso a determinados bienes que –como la educación reglada– indudablemente influyen sobre nuestras oportunidades futuras, pero que ni mucho menos las determinan como para concluir que éstas han sido igualadas. Lo que necesita cualquier sociedad para florecer es libertad para perseguir las oportunidades descubiertas, no una quimérica igualdad que normalmente tiende a atentar contra esa misma libertad.
Pero supongamos que queremos alcanzar la igualdad de oportunidades: ¿cuál sería entonces la forma lógica de conseguirla? Como con el lecho de Procusto, la igualdad puede lograrse de dos maneras: o alargando a los cortos o acortando a los largos. El Impuesto de Sucesiones no es una forma de enriquecer a los pobres, sino de empobrecer a los ricos. No busca igualarnos mejorando la vida de los más necesitados, sino empeorando la vida de los más pudientes. Uno puede entender el valor intrínseco de ayudar a quien lo necesita: pero no parece haber ninguna justificación razonable para perjudicar al prójimo con el único propósito de igualar los niveles de miseria. Sería tanto como partirle una pierna a Cristiano Ronaldo. La sociedad no es una carrera en la que uno deba ganar a costa de los demás y en la que, por tanto, todos necesitemos partir de la misma posición: la sociedad es un entorno institucional que faculta que personas muy distintas cooperen a la hora de conseguir su propia visión de la buena vida. Justamente por ello, mis oportunidades vitales no se ven mermadas por el hecho de que haya muchos Amancios Ortega, muchos Juanes Roig o muchas Helenas Revoredo: al contrario, mis oportunidades para prosperar y llevar una buena vida son mucho mayores en aquellas sociedades donde otras personas ya han prosperado que allí donde se impide o penaliza el éxito. Suiza, en suma, es un mejor lugar para vivir que Zimbabue, en gran medida por la mucha riqueza que ya hay acumulada.
Por último, ¿acaso cabe justificar el Impuesto de Sucesiones, desde una perspectiva liberal, apelando a que únicamente afectará al 0,1% de la población? No. Si por algo se ha caracterizado históricamente el liberalismo ha sido por el respeto a las minorías (en especial, a la mayor de esas minorías: el individuo). El liberalismo reivindica la igualdad moral de todas las partes y rechaza que las mayorías puedan actuar cuales rodillos sobre las minorías: las normas jurídicas deben basarse en principios universales que cualquier persona razonable pueda aceptar una vez se despoje a sí misma de sus circunstancias e intereses personales (la razón pública). Una norma nunca puede justificarse en el hecho de que afectará a un número reducido de personas; una norma nunca puede justificarse apelando a los intereses personales de las mayorías sobre los de las minorías electorales. Las normas han de poseer una vocación de racionalidad universal: un motivo más hondo dirigido a facilitar la convivencia y la cooperación social; un motivo que, más allá de la sinrazón del rodillo de la mayoría, no existe en el Impuesto de Sucesiones.
OPINIÓN EN "LIBERTAD DIGITAL".
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