El año pasado un grupo de catalanes desconocidos para el gran público, ciudadanos anónimos, como se suele decir, aunque tengan nombres y apellidos, decidió convocar el 12 de octubre, día de la fiesta nacional y día de la Hispanidad, una concentración en la plaza de Cataluña de Barcelona. El lema gráfico que eligieron era un corazón, mitad cuatribarrado, mitad rojigualdo, en origen la misma bandera, que no querían partir ni querían que se lo partieran. La iniciativa tuvo una acogida espectacular. Más aún si se tomaba en cuenta el poco tiempo de preparación, la bisoñez en tales lides de los organizadores y la escasez de dos medios capitales para el éxito de un acto público: los medios materiales y los medios de comunicación.
Lo esencial y lo interesante del 12-O no era, sin embargo, el aspecto cuantitativo, como tampoco lo es este año, en que repiten fiesta en el mismo sitio a la misma hora. El 12-O no se hace para medir fuerzas. No está en la competición infantil por ver quién hace la manifestación más gorda. No entra en la representación de la falacia del "choque de trenes". Sólo el nacionalismo necesita y por ello prepara larga y cuidadosamente esa clase de demostraciones, que utiliza como patente de corso para exigir que se aparten sin miramientos, como si fueran vulgares escollos, los procedimientos regulares –legales– de la democracia. Estaría buena que el ciudadano de un Estado democrático tuviera que pelear en la calle el mantenimiento de sus elementos fundacionales.
El sentido de la concentración en la plaza de Cataluña que habrá este sábado no es siquiera político, en la medida en que lo político implica refriega y batalla. Por eso yerran los que lo ven como una contramanifestación, como una salida de los partidarios de seguir en España frente a la salida de los partidarios de separarse, y se ponen los manguitos del contable para hacer el recuento. Son actos de naturaleza distinta. Y no menos por el hecho de que las Diadas y cadenas separatistas son movilizaciones, nunca mejor dicho, orquestadas con el concurso del poder más cercano e influyente. O por el hecho de que en Cataluña se haya instalado una ideología oficial que aboca a la marginalidad civil, al silencio, en el mejor de los casos, al que no sea nacionalista en algún grado de la escala de Richter.
El 12-O tiene un valor añadido visto desde el resto de España, y sus organizadores lo han resaltado con acierto en su convocatoria: "No todos los catalanes somos independentistas: si bien esta afirmación no debería ser necesaria, vivimos en tiempos que la situación obliga". La política de confrontación de Mas no sólo está generando una fractura en la sociedad catalana. Está provocando también que, frente al "queremos irnos", aparezca el "queremos echarlos". El acto del 12-O es un gesto para recordar lo que se pierde de vista tantas veces en la turbia espiral de las pasiones, es decir, lo obvio: Cataluña es España.
CRISTINA LOSADA, LIBERTADDIGITAL.COM
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