Manos blancas y abiertas que hace años
clamaron por salvar una vida, sin importar su ideología. Manos tendidas,
enérgicas y concentradas que trabajan unidas en cadena para sacar
heridos de un accidente, sin pedir un carnet. Manos alzadas y clamorosas
de protesta contra las injusticias, vengan de donde vengan. Manos
abiertas, alzadas con pasión pero con civismo para exigir y denunciar
aquello con lo que no están de acuerdo. Manos concienciadas que recogen
papeletas y las depositan en una urna, asumiendo el resultado aunque no
sea el que desean. Manos que se estrechan con respeto cuando se llega a
acuerdos tras un debate acalorado y cuando no.
Al verlas uno
tiende a pensar que aunque el día a día nos muestra que hay quien nada
respeta -y que no son pocos-, la balanza está más que compensada, porque
somos capaces de la mayor empatía y la mayor solidaridad tanto de forma
individual como colectiva cuando pasa algo terrible. Y en ese mismo
sentido, cuando observamos conductas contrarias a ese proceder solidario
y justo que nos ampara y nos permite sentir seguros y capaces de
convivir, nos vemos impelidos a rechazarlas porque en su reprobación
también se sustenta nuestra convivencia.
La semana pasada una
mujer tuvo un accidente en su moto, y fue trasladada a la UCI de un
hospital público -como el que utilizamos todos y pagado por sus
impuestos como con los de todos- y desde entonces se debate entre la
vida y la muerte, sedada, con ventilación asistida, mientras los médicos
y demás personal sanitario que la asisten, sin vacilar un instante,
luchan por ella como por todos los que llegan a sus manos. Esas manos
que, con la profesionalidad que solo puede nacer de la vocación más
profunda, sostendrán a la paciente aferrada la vida la conducirán paso a
paso de vuelta a su familia, tras el alta medica y su recuperación.
La
noticia no tendría que haber ido más allá. Un terrible accidente del
que al enterarnos, todos, con mayor o menor fugacidad e intensidad según
nuestra cercanía a la persona, volcaríamos un deseo de recuperación
pero jamás -ni siquiera al mas ajeno- desearíamos mal alguno. Pero
resulta que esa mujer es Cristina Cifuentes, Delegada del Gobierno en
Madrid y del Partido Popular. Y de pronto, el ser humano que yace en esa
UCI, se torna en objetivo directo sobre el que a algunos les parece
lícito escupir toda la mala entraña que llevan dentro.
Y es
entonces cuando surgen alzadas otras manos. Manos que aunque se muestran
abiertas, son de puño muy cerrado. Manos cerradas de intransigencia, de
odio, de rencor, de radicalismo y sectarismo deplorable. Manos que
teclean mensajes rastreros en las redes sociales pidiendo que «se
desenchufe» a esa mujer, porque está «gastando dinero». Manos que
amparadas tras una falsa reivindicación a favor de la sanidad pública
-que en nada les puede importar puesto que no les importa la vida de una
persona si su carnet político no es el de ellos-, se levantan en las
inmediaciones de donde ella yace sedada, intubada, para gritar contra
ella y desearle lo peor?
Pero aún hay otras manos, tal vez
peores? las manos públicas laxas, cobardes o consentidoras de los
líderes de IU, PSOE y otros partidos paralelos o escindidos y sus
sindicatos afines que, de la que envían a Cristina Cifuentes un tibio
mensaje de deseo de mejora aprovechan de forma hipócrita y carroñera
para arremeter contra la política del Partido Popular en materia
sanitaria, pero que en ningún momento han reprobado ni de soslayo todo
este abyecto episodio. Son, sin duda, estas ausencias en la reprobación
de los hechos uno de los aspectos de este asunto que más daño hacen? No,
no se ven sus manos, y quiero pensar que es por desidia sectaria, que
ya es bastante malo y dice bastante de quien no las muestra, porque no
quiero ni imaginar que es porque estén ocupadas y escondidas? meciendo
la cuna.
LAURA SAMPEDRO, SENADORA DEL PARTIDO POPULAR POR ASTURIAS
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