La
manifestación sindical del Primero de Mayo celebrada ayer en Madrid
fue la menos numerosa de los últimos años, con una notable ausencia de
jóvenes, y transcurrió en un clima de desaliento, reflejo de la profunda
crisis de credibilidad social que atraviesan las principales
organizaciones sindicales. El evidente desapego de la ciudadanía con los
sindicatos –que se advierte detrás de la caída de afiliación, el impago
de cuotas y la pérdida de capacidad de convocatoria, como demostraron
las dos últimas huelgas generales– viene de lejos y no parece que su
gravedad haya sido percibida correctamente por sus dirigentes.
Ni UGT ni
CC OO han hecho autocrítica de su papel de comparsas del anterior
Gobierno, respaldando unas medidas económicas ineficaces y asistiendo
impasibles a la destrucción de más de cuatro millones de puestos de
trabajo. Tampoco han abordado la renovación de sus cuadros dirigentes,
que cuentan por décadas su permanencia en los cargos, ni han sido
capaces de transmitir confianza y transparencia en la gestión de los
cuantiosos fondos públicos recibidos del Estado y de la Comunidad
Europea.
Los ERE de Andalucía, los gastos faraónicos y el excesivo
número de «liberados» en la Administración casan mal ante la opinión
pública con la destrucción de empresas a causa de la crisis y el elevado
desempleo. Una trayectoria política de desistimiento, cuando no de
complacencia gubernamental, debía, forzosamente, conducir al movimiento
sindical español a su actual situación.
Hay excepciones, siempre las
hay, que demuestran que con otra manera de proceder, con horizontes
abiertos más allá de las viejas consignas de los años 30 del pasado
siglo, se puede actuar ventajosamente contra las dificultades del
momento. Nos referimos, por ejemplo, al sector del automóvil, donde los
representantes sindicales han colaborado estrechamente para que una de
las industrias clave de la economía española no siguiera el camino de la
construcción. Porque no se trata de eliminar la función sindical, ni de
la búsqueda de su desprestigio, sino de que ésta se adapte de una vez a
las necesidades de los trabajadores y a los cambios que se han
producido en el mundo occidental en los últimos cincuenta años.
Ayer,
tanto el veterano secretario general de la UGT, Cándido Méndez , como el
secretario general de CC OO, Ignacio Fernández Toxo, ofrecieron un
pacto contra el desempleo al Gobierno de Rajoy. Es una actitud positiva,
un cambio por parte de los mismos que han convocado dos huelgas
generales cuando más difíciles eran las circunstancias económicas y
financieras para España. Pero el pacto no puede consistir en un brindis
al sol o en la simple exigencia de que el Ejecutivo se avenga a
planteamientos de parte. Exige cesiones, pero, sobre todo, empeño,
realismo y disposición a asumir decisiones poco populares.
EDITORIAL LA RAZÓN
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