UN tipo caracterizado con la cara ensangrentada y la ropa hecha jirones
recorrió ayer las calles del centro de San Sebastián portando en sus
brazos lo que parecía un cadáver envuelto en una manta térmica. Era el
artista granadino Omar Jerez, experto en performances, que simulaba
escapar herido de una bomba para homenajear a las víctimas del
terrorismo. Tras encerrarse hace unos meses en Valencia en un zulo
similar al de Ortega Lara, decidió probar suerte en la zonacero de la
violencia etarra, en el feudo de Bildu, en el escenario donde cayeron
Santamaría y Olarte, en el cogollo callejero de bares y tabernas donde
un tipo le voló los sesos a Gregorio Ordóñez. El hombre trataba de
llamar la atención de la gente con un experimento hiperrealista,
acercándoles a los donostiarras la conciencia descarnada de la memoria
aún intacta del dolor y la sangre. No tuvo mucha suerte: la mayoría de
los transeúntes le miró con la misma indiferencia que si hubiese sufrido
un atentado de verdad.
Esto quizá no lo calculó el bueno de Omar al meterse en la boca
del lobo. Los que jamás se conmovieron ante el crimen real poco podían
inquietarse ante un simulacro. Está demasiado cerca el tiempo en que los
colegas de partida de Ignacio Uría se hicieron una foto jugando al tute
tras su asesinato. La ciudad a la que el artista quería provocar una
sacudida emocional es la misma en la que quienes protestaban contra el
terrorismo en los años de plomo solían tener enfrente una manifestación
más numerosa de batasunos que les increpaban a ellos, separados con
equidistante prudencia por una circunspecta fila de ertzainas
enmascarados. Y ahora están todos muy felices porque ya nadie mata a
nadie, de momento, ni falta que hace; los partidarios de los criminales,
o al menos sus herederos políticos, gobiernan con cierta comodidad la
Diputación Foral y el Ayuntamiento.
Por esas calles de la Parte Vieja, llenas de letreros a favor de
los presos de ETA, escapó a pie el asesino de Ordóñez como si caminase
por el pasillo de su casa. Nadie ha pedido perdón por ése ni por ningún
otro de los 863 crímenes, cuyo relato moral corre el riesgo de
disolverse en el vago concepto de una pazzzzzzz acomodaticia. Omar Jerez
trató ayer de romper con una cruda representación simbólica el
complaciente statu quo que da por bueno el sufrimiento padecido con tal
de que no se repita. Pero su coraje rebotó contra el pavimento del casco
histórico; lo miraron como a un chalado, un excéntrico, un raro. O como
un tipo empeñado en remover a deshoras las cosas que nadie quiere
recordar. Están algo pirados estos artistas modernos: ya no saben qué
hacer para llamar la atención.
La performance se titulaba, con triste
sarcasmo, «En el País de las Maravillas». Tal vez no sepa el autor hasta
qué punto acertaba; al otro lado del espejo social vasco habita un
mundo en el que nada es lo que parece.
IGNACIO CAMACHO, ABC.
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