viernes, 3 de mayo de 2013

El país de las maravillas

UN tipo caracterizado con la cara ensangrentada y la ropa hecha jirones recorrió ayer las calles del centro de San Sebastián portando en sus brazos lo que parecía un cadáver envuelto en una manta térmica. Era el artista granadino Omar Jerez, experto en performances, que simulaba escapar herido de una bomba para homenajear a las víctimas del terrorismo. Tras encerrarse hace unos meses en Valencia en un zulo similar al de Ortega Lara, decidió probar suerte en la zonacero de la violencia etarra, en el feudo de Bildu, en el escenario donde cayeron Santamaría y Olarte, en el cogollo callejero de bares y tabernas donde un tipo le voló los sesos a Gregorio Ordóñez. El hombre trataba de llamar la atención de la gente con un experimento hiperrealista, acercándoles a los donostiarras la conciencia descarnada de la memoria aún intacta del dolor y la sangre. No tuvo mucha suerte: la mayoría de los transeúntes le miró con la misma indiferencia que si hubiese sufrido un atentado de verdad.

Esto quizá no lo calculó el bueno de Omar al meterse en la boca del lobo. Los que jamás se conmovieron ante el crimen real poco podían inquietarse ante un simulacro. Está demasiado cerca el tiempo en que los colegas de partida de Ignacio Uría se hicieron una foto jugando al tute tras su asesinato. La ciudad a la que el artista quería provocar una sacudida emocional es la misma en la que quienes protestaban contra el terrorismo en los años de plomo solían tener enfrente una manifestación más numerosa de batasunos que les increpaban a ellos, separados con equidistante prudencia por una circunspecta fila de ertzainas enmascarados. Y ahora están todos muy felices porque ya nadie mata a nadie, de momento, ni falta que hace; los partidarios de los criminales, o al menos sus herederos políticos, gobiernan con cierta comodidad la Diputación Foral y el Ayuntamiento.

Por esas calles de la Parte Vieja, llenas de letreros a favor de los presos de ETA, escapó a pie el asesino de Ordóñez como si caminase por el pasillo de su casa. Nadie ha pedido perdón por ése ni por ningún otro de los 863 crímenes, cuyo relato moral corre el riesgo de disolverse en el vago concepto de una pazzzzzzz acomodaticia. Omar Jerez trató ayer de romper con una cruda representación simbólica el complaciente statu quo que da por bueno el sufrimiento padecido con tal de que no se repita. Pero su coraje rebotó contra el pavimento del casco histórico; lo miraron como a un chalado, un excéntrico, un raro. O como un tipo empeñado en remover a deshoras las cosas que nadie quiere recordar. Están algo pirados estos artistas modernos: ya no saben qué hacer para llamar la atención.

La performance se titulaba, con triste sarcasmo, «En el País de las Maravillas». Tal vez no sepa el autor hasta qué punto acertaba; al otro lado del espejo social vasco habita un mundo en el que nada es lo que parece.

IGNACIO CAMACHO, ABC.

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