A Ordóñez le acompañaban otros dos correligionarios, uno de ellos Dionisio Martínez, del centroizquierda español, que juntamente con el ya ex ministro, se ocuparon durante dos horas de, directamente, intentar dos cosas: primera, explicar su salida de UCD, y segunda, y más importante, de asegurar que su operación tenía, literalmente, la intención y el sentido de “centrar a la izquierda”. Ordóñez, capaz de vender por entonces una barra de hielo en Siberia, se empleaba a fondo diciéndome, por ejemplo, esto: “Mira, tú que estás ideológicamente por ahí (el hombre se reía y maniobraba con su mano derecha hacia precisamente la derecha) lo vas a entender muy bien. Fíjate: vosotros, en la derecha o en el centroderecha (se reía y me daba un palmadón en el muslo) nunca tenéis la tentación de apoyar a la ultraderecha; es más, huis de ella y repetís, con razón, que nada tenéis que ver con ella, o sea, la derecha reniega de la ultraderecha y yo, creéme, pienso que es así”. “Pero en la izquierda –continuaba– no sucede lo mismo: ahí todavía quedan rescoldos importantes en el Partido Socialista que no rechazan no ya la herencia de Lenin, ni siquiera la de Marx. A la izquierda le cuesta abominar de sus iconos, no le importa todavía reconocerse en los episodios más horrorosos de la ultraizquierda”.
Pues bien: en los días en que empezó a endurecerse aún más el clima de crispación política, no ya entre los partidos políticos, sino también los medios de comunicación, me acordé de este episodio (...) Aún en la segunda decena ya del siglo XXI continúa sucediendo lo que Ordóñez, de forma torticera o no, me expendía a principios de los ochenta del siglo pasado. La derecha liberal, democristiana, conservadora de España, de Europa y del mundo, nunca y cuando digo nunca es nunca, ha tenido la menor intención de justifi car o sentirse cercana a los presupuestos ideológicos de la ultraderecha. ¿Alguien ha escuchado alguna vez a un liberal o socialcristiano atemperar la maldad intrínseca del nacionalsocialismo? ¿Algún liberal español, de los que se opusieron a Franco desde la cercanía al padre de nuestro actual Rey, Don Juan Carlos, ha defendido ni por asomo al falangismo español más rupestre y hasta agresivo? No hay un solo ejemplo. En la izquierda, sin embargo, menudean las declaraciones y hasta los apoyos manifi estos de socialistas, ¡qué decir de los comunistas!, a personajes más o menos históricos que han hecho de la violencia un instrumento para la defensa de sus ideas radicales. Al cabo de lustros, todavía continuamos esperando a que sujetos que hicieron de la barbarie, también del asesinato como Stalin, su razón de ser política, reciban un juicio siquiera aproximado a la magnitud de sus desmanes.
Si no fuera porque es perverso, sería hasta chusco. La mayor crítica que han recibido históricamente regímenes como los antiguos del Telón de Acero por parte de los izquierdistas de salón, básicamente de los socialistas, es que estos regímenes habían adulterado la “esencia misma del socialismo”.
Si en las últimas décadas alguien ha hecho algo en España por recrear el enfrentamiento entre las dos Españas, ese ha sido Zapatero. Ni siquiera Carrillo, que tanto tiene que esconder (hasta el historiador de izquierdas Paul Preston ha denunciado su papel decisivo en la matanza de Paracuellos), salió nunca, desde que regresó a nuestro país, en defensa de las atrocidades que la República –que él contribuyó, por cierto, a adulterar de forma notable– perpetró durante los años en que tuvo vigencia. Una enorme patraña –la reivindicación de su abuelo– sirvió a Zapatero para ordenar el despiece de las tumbas del franquismo. En este episodio reside el comienzo de la nueva confrontación, de ese jaleo político tornado en querella barriobajera en la que las izquierdas han utilizado todas sus armas. El PSOE alimentó durante los últimos años del Gobierno de José María Aznar una suerte de revancha alterada que se concretó al menos en dos momentos críticos: el hundimiento del barco petrolero Prestige y, desde luego, la guerra de Irak. Desde entonces, el partido de Zapatero y Rubalcaba no ha parado. En otro momento trágico, el PSOE encontró su oportunidad de regresar, como fuera (modelo gráfi co del pensamiento de Zapatero) al poder. Me refiero a los terribles atentados del 11 de marzo de 2004. Resulta bochornoso que la organización que aprovechó aquel dramático atentado para volcar la irritación de sus militantes contra el Partido Popular, que utilizó a los medios afectos para infectar a la sociedad española de mentiras (¿o es que ya nadie quiere recordar el caso de los terroristas suicidas?), esté siendo, ya en este año 2011, la que acusa a los supuestos miembros políticos de una ultraderecha que estos reprueban como antes he dejado bien claro, de erosionar y crispar a a la comunidad nacional para conducirla al choque.
Les muestro algunos ejemplos de cómo la izquierda acusadora y mendaz entiende la tolerancia y ejerce el sereno juicio. Enric Sopena, director de un diario digital que vive de agravio, de la imputación cuando no directamente de la acusación falsaria, soltaba en junio de 2009 este enorme improperio a una de las personas más decentes que hayan transitado nunca por la política española: “No nos merecemos que un neofascista como Mayor Oreja gane en Europa”. O sea, Jaime Mayor, objeto de todas las posibles acciones terroristas que ETA ha perpetrado en este país, ministro que usó sólo medios lícitos para combatir a ETA, democristiano de ejemplares (se compartan o no) convicciones, es para el ínclito converso Sopena nada menos que un neofascista. Pero la caverna es la que insulta.
Segundo ejemplo: un separatista catalán, muy ciertamente ligado a la Masonería más intransigente, diputado que ha sido durante años en el Parlamento español, del que ha cobrado sustanciosas nóminas y dietas cada vez que ha viajado representando a nuestras Cortes, y una pensión que va a percibir mientras viva, muy por encima de lo recibido por cualquier jubilado del país, se ha distinguido siempre por sus acerbas diatribas, rayanas en la acción judicial, al Partido Popular. Retrato sólo una de ellas: “La supremacía lingüística que promueve el PP es un genocidio cultural”. Dice esto quien ha patrocinado desde su agónico y residual partido, la Esquerra Republicana de Cataluña, la persecución, multa incluida, de todos aquellos, sobre todo los tenderos del Principado, que se han atrevido a rotular sus negocios en nuestro idioma oficial: el español.
Tercer ejemplo: el cómico Buenafuente, en su programa en La Sexta, cadena de televisión patrocinada y autorizada por Zapatero, se suele mofar con desigual fortuna (él se piensa gracioso pero tiene el sentido del humor residenciado en el tafanario) de la Iglesia católica en general y del Papa Benedicto XVI en particular. Tampoco deja siquiera en paz al mismo Dios. Lean esta perla cultivada salida de su enorme ingenio: “Jesucristo dijo: ‘Esto me lo ponéis en un edificio muy grande y a tope de oro”.
Cada vez que para el PSOE se acercan unas elecciones comprometidas, la que siempre se llamó “factoría Rubalcaba” pone en marcha su deleznable maquinaria. (...) Alguna vez le ha salido bien la treta a Rubalcaba, por eso nuevamente a la vuelta del verano de 2010 volvió a repetirla, contando, claro está, con dos poderosos grupos mediáticos del oficialismo zapateril: el del hipermillonario de izquierda radical (ahí me paro) Roures, y el agónico de Prisa. Términos como “cornetas del Apocalipsis” o “caverna mediática” han hecho fortuna en este país para agrupar a periodistas que, sencillamente, no piensan como ellos y creen, porque les da la gana, que lo que han conseguido siete años de Administración socialista es sumir a España en una cuádruple crisis: institucional, territorial, económica y social. A los componentes de la tal “caverna” se nos achacan exactamente los deméritos y las taras que padecen, muy ampliamente, los miembros de esa izquierda radical (ahí me paro) que pretenden permanecer en el país sin que nadie les haga sombra, sin que elemento alguno se atreva a denunciar ese gen destructivo que se encierra en todas y cada una de las células políticas de Zapatero. Se ha llegado a un punto de imputar, más directa que indirectamente, responsabilidad en el asesinato de ¡Kennedy o Lutero King! ¿Les parece, lectores, exagerado?
La intención del que ha sido líder de este socialismo de choque de marginar y, aún más, acosar a cualquier vestigio de oposición, ha conseguido, sin embargo, una tibia reacción de la propia comunidad nacional. Curiosamente, la tensión o la llamada crispación, como quieran, no alimenta lo mismo las arterias de la capital de España que las de las provincias de lo que todavía es una Nación. En las regiones mesetarias, montañosas, marítimas o periféricas, lo que se percibe es un estado de hibernación sumiso, apabullante, de tal modo que los ciudadanos, según parece, ya han renunciado a que esto tenga remedio, a que se pueda hacer otra cosa que protestar en cenas familiares o en saraos de restaurante. Esta es la España del “¿cómo es posible esto?, ¿cómo es posible que se prohíba todo lo que siempre ha sido permitido? o ¿cómo es posible que el Estado anuncie un modelo de censura informativa en pleno siglo XXI?”. Es esta también la España del “a ver si alguien te está escuchando” o del “hijo mío, no te signifiques”, una España funcionarial y temerosa del poder que el socialismo ha apadrinado para que quien se mueva, esta vez de verdad y con toda crueldad, no salga en la foto o, pero aún, se le arree un golpetazo con la máquina en la cabeza. Y bien, la denuncia de todo coloca al atrevido inmediatamente en la jaula de la ultraderecha, un gueto que se constituye, como todos, desde fuera, para así mejor apedrear a los internados. Se trata de sacarnos a todos de la pista, empujando cuanto haga falta, y ¡ay de ti si te resistes!, si te resistes entonces es que estás en la lucha fascista, que vas contra el orden democrático que ellos establecen y en el cual naturalmente no caben más que los elegidos, ellos. El referente, claro está, es la pertenencia indiscriminada de todos los asediados al franquismo, da igual la verdad: se entremezclan y se eligen párrafos de las víctimas, y se les atribuyen recónditos e inconfesables objetivos. El último, el de derribar las autonomías, el sistema que nació confusamente de la Constitución y que una treintena de años después representa un auténtico problema nacional. Decir algo como esto es síntoma de pertenencia inequívoca al ultraísmo más rancio, es la muestra más patente de que la caverna intenta dinamitar el sistema democrático. Acompañan denuncias como estas con otras tanto o más preocupantes, por ejemplo, la de ser, los llamados cornetas, enemigos públicos de la Monarquía, sujetos indeseables que quieren cargársela. Y no para sustituirla por un modelo republicano, ¡ca!, sencillamente para reinstaurar el totalitarismo.
Este es el discurso de la izquierda radical española, temerosa de que vuelva a ganar alguien que no sea ella y empeñada, en consecuencia, en evitarlo por todos los medios. Su concepto es nítido: se basa en su superioridad moral y en la certeza de que cualquier triunfo de un partido que no les represente adecuadamente es un hurto, es la voladura de su propia democracia. Nuestra historia está llena de ejemplos que acreditan este aserto: ¿o hace falta recordar lo que hizo el PSOE de Largo Caballero?, ¿hace falta que los desmemoriados –algunos de derechas tan torpes que creen que a ellos sí que se les va a perdonar– sepan que la izquierda violentó por dos veces el resultado de las elecciones durante la República? Pues sí: hace falta recordarlo. Este es un país en el que la derecha padece un singular complejo: el de legitimidad de origen, como los vinos en cartón o el pan prefabricado.
Parece que están repetidamente en situación de hacerse disculpar incluso por existir. La peor herencia que dejó Franco a la derecha fue precisamente esta: la de considerarse inferior, social y democráticamente. Es una derecha pusilánime que, con una licencia de lenguaje que no me canso de reivindicar (hablo en primera persona) llamo “derechorra”. Lo es; es estúpida e inmensamente cobarde.
Para concluir: a menudo se confunden la rotundidad, el vigor o la claridad con la inmoderación política. También con lo que se llama el sosiego, una virtud, si es que lo es, que puede consistir en ser fiel a la corrección política. Nada más lejos de mi intención. Una vez, un amigo gaditano me dio sin quererlo –lo verán– una lección de cómo hay que comportarse en las situaciones más comprometidas.
Paseaba por la calle más concurrida de la ciudad abrazado a una novia ocasional y se topó, de bruces, con su legítima esposa. Sin pestañear, sin perder la color, abrió los brazos y dijo pasmosamente: “Esto es lo que hay”. Pues bien, esto es lo que la hay: que a la izquierda radical, tantas veces violenta a lo largo de nuestra historia, le resulte intransitable el acopio de unos principios liberales de los que personalmente me he nutrido toda la vida me trae exactamente por una higa. Quede patente.
CARLOS DÁVILA.
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