El Ministerio de Cultura es un invento del general Charles de Gaulle, que se lo adjudicó por primera vez en 1959 al novelista, arqueólogo, teórico del arte, activista político y funcionario público francés André Malraux, una de las cabezas más brillantes del siglo XX. El invento sirvió para levantar los ánimos decaídos de los galos en la postguerra mundial, y para poco más. No había festejo donde no estuviera Malraux, era la guinda de cualquier acto público. Cuentan que una vez fue enviado a Canadá, cuya región de Quebec había sido antigua colonia francesa. Estaba el autor de La condición humana sentado junto a un destacado miembro del Gobierno local, quien al oírle hablar, le dijo: “-Usted se expresa muy bien. ¿A qué se dedica? -Soy el ministro de Cultura en Francia –respondió Malraux–. -¡Qué coincidencia! –siguió el canadiense–. Yo hago lo mismo, sólo que aquí le decimos agricultura”.
En España podría haber pasado lo mismo. Zapatero nombró a César Antonio Molina, ministro de Cultura, igual que lo podría haberlo hecho titular de Agricultura si hubiese leído su poema en el que susurraba a las higueras, pero Zapatero sólo lee a Suso del Toro, que menudo estigma le ha caído a este pobre hombre. Molina se esforzó en señalar que su ministerio era imprescindible en la vida política nacional. Y tanto, ¿cómo iba a cobrar su sueldo entonces? Al poco, Zapatero lo destituyó fulminantemente, achacando que el hombre no tenía “glamour”, algo que era evidente antes de darle el cargo, y nombró a la cineasta Ángeles González-Sinde, que, con glamour o sin él, también ha señalado por activa y por pasiva la necesidad de su departamento y, sobre todo, de las subvenciones. “Las ayudas al cine español son imprescindibles”, dijo en su primera intervención pública, nada más dejar la Presidencia de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Que se lo pregunten a ella misma si son imprescindibles las subvenciones. Ha recibido 10 millones de euros en ayuditas, la mayor parte desde que llegó Zapatero a la Presidencia del Gobierno. Incluso ella ha llegado a subvencionar sus propias películas (Mentiras y gordas).
En plena crisis la feria es permanente. A primeros de este año, el Ministerio de Cultura había convocado subvenciones para la realización de películas por valor de 55,6 millones de euros, cifra que podría incrementarse, y que supone el equivalente a todo lo que recaudó la taquilla en 2010. La afluencia a las salas con películas de cine español se muestra campeona en su caída: más del 30%, las películas españolas no despertaban el mínimo interés. Por ejemplo, en la actividad de 2008, en los datos que ofrecía el Ministerio de Cultura, 99 películas recibieron ayudas, con un coste de 260 millones de euros, pero apenas recaudaron 100 millones. Gastaba casi el triple de lo que ingresaba. Una ruina, eso sí, subvencionada.
En el teatro ocurre lo mismo. Salvo raras excepciones –Arturo Fernández, Lina Morgan…–, rara es la compañía que no se haya amarrado a la subvención para sobrevivir. Los millones se reparten a porrillo y el clientelismo político brilla en posiciones privilegiadas, como ocurrió en el último reparto, en otoño pasado, en el que Nuria Espert, Asunción Balaguer y el beligerante grupo político Animalario estaban entre los principales agraciados.
Sería más conveniente que el Estado apoyara a la cultura como una inversión, no como una subvención, con incentivos fiscales que reconozcan su esfuerzo, en un marco de libertad para eliminar el partidismo y garantizar el respeto institucional por la independencia de los artistas. En el primer caso se estimularía al sector afectado porque tendría que asumir riesgos, mientras que la subvención tiende a adormecer la imaginación y la propia actividad, en la seguridad del pesebre público. En España, se prefiere la seguridad, la cultura como un hecho subvencionado, una degeneración que ha creado sus propios cauces de aprovechamiento: clanes, extrañas ONG, y otros sumideros, por donde se va el dinero público. Un ejemplo, es el grupo de artistas e intelectuales, autodenominados “obreros de la cultura”, del llamado clan de la zeja, una especie de lobby, constituido con fidelidad perruna a las políticas de Zapatero, a cambio de acaparar subvenciones múltiples, cánones digitales, encargos y reconocimientos públicos y otras gabelas.
No es criticable el compromiso público de los artistas con una ideología determinada, sino todo lo contrario. Ni tampoco es nuevo el fenómeno. En Estados Unidos algunos famosos como Barbra Streisand, Robert Redford, Madonna o George Clooney no se esconden apoyando, sin complejos, al partido demócrata, como les ocurre a Bruce Willis, Sylvester Stallone, Adam Sandler o Daddy Yankee, comprometidos con el bando republicano. Algunos, incluso, donan importantes cantidades de dinero a los grupos que defienden sus ideas. Algunos, como Bruce Springsteen, Pearl Jam, R.E.M. y otros 20 grupos ofrecieron 34 actuaciones en nueve estados en los que los votantes estaban indecisos entre Bush y el candidato demócrata John Kerry, apoyando a este último. En España ocurre lo contrario. Aquí los que se arriman al poder buscan a cambio la teta segura de la vaca pública.
¿Alguien se imagina a los artistas de la zeja haciendo una gira por España para que Pepe Bono pueda ser presidente del Gobierno? La zeja siempre va sobre seguro. Los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía, que dijo Nietzsche.
SEBASTIÁN MORENO, LA GACETA.
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