jueves, 21 de agosto de 2014

La cosa nostra andaluza

Es casi imposible, dice la juez Alaya en su auto sobre los ERE andaluces, que don Manuel Chaves y don José Antonio Griñán no conocieran el entramado urdido desde la Junta para desviar dineros públicos hacia otras actividades de las supuestas. El "casi" es cortesía jurídica si pensamos que ambos eran presidentes de la Junta mientras se diseñó y ejecutó el plan, habiendo firmado los decretos correspondientes.

Del mismo modo, es casi imposible que Susana Díaz y Pedro Sánchez condenen el comportamiento de ambos expresidentes, siendo la primera una creación de Griñán y el segundo una creación de la primera, ya que sin ella no sería secretario general del PSOE. Con lo que la refundación del partido que ambos pretenden se va a la cuneta ya en la primera curva. Sin que sirva invocar el precepto jurídico de que "todo el mundo es inocente hasta no ser declarado culpable" porque nos movemos en el terreno político, donde la norma es "la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino también parecerlo", y no les digo nada el César mismo. Del mismo modo, el que Chaves y Griñán no se beneficiaran crematísticamente del desvío irregular de los fondos de la Junta que presidían es inaplicable porque su rédito fue de otra índole, puede que mayor: permitirles ganar elecciones y mantenerse en el poder, con todo lo que eso representaba en una Andalucía convertida en un cortijo.

Tampoco hace falta leerse entero el mamotreto que la juez Alaya ha enviado al Tribunal Supremo para percatarse de que las instituciones oficiales andaluzas habían montado una red irregular de estructuras oficiosas que se retroalimentaban mutuamente. Se usaban las jubilaciones anticipadas de empresas en quiebra para meter de matute a amigos y familiares que nunca habían trabajado en ellas; se utilizaba la ayuda a los parados para beneficiar a compañeros de partido; se daban cursos y títulos de formación inexistentes a través de academias sin el profesorado adecuado; se creaban empresas ficticias para canalizar las subvenciones; se repartía pródigamente el dinero público y comunitario entre sindicatos y empresarios afines, para tener a todos contentos y, por si todo ello fuera poco, se ignoraban olímpicamente las advertencias de los controladores oficiales que año tras año advertían de las tropelías que se estaban cometiendo, que es la mejor señal de que las autoridades se creían inmunes. ¿A quién iban a temer si ellas decidían qué estaba bien y qué estaba mal?

No creo, por tanto, exagerado calificar de cosa nostra el régimen andaluz, ni extraño que haya sobrevivido tres décadas. Ellos se lo guisaban y se lo comían. El precio ha sido alto —el mayor paro de España y el menor crecimiento—, pero los treinta años de fiesta no se los quita nadie. En tales condiciones, ¿cómo se puede pedir a Susana y a Pedro que condenen a quienes les pusieron en sus cargos? Sería suicidarse políticamente, ellos que esperan llegar a lo más alto.

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