Es casi imposible, dice la juez Alaya en su auto sobre los
ERE andaluces, que don Manuel Chaves y don José Antonio Griñán no
conocieran el entramado urdido desde la Junta para desviar dineros
públicos hacia otras actividades de las supuestas. El "casi" es cortesía
jurídica si pensamos que ambos eran presidentes de la Junta mientras se
diseñó y ejecutó el plan, habiendo firmado los decretos
correspondientes.
Del mismo modo, es casi imposible que Susana Díaz y Pedro
Sánchez condenen el comportamiento de ambos expresidentes, siendo la
primera una creación de Griñán y el segundo una creación de la primera,
ya que sin ella no sería secretario general del PSOE. Con lo que la
refundación del partido que ambos pretenden se va a la cuneta ya en la
primera curva. Sin que sirva invocar el precepto jurídico de que "todo
el mundo es inocente hasta no ser declarado culpable" porque nos movemos
en el terreno político, donde la norma es "la mujer del César no solo
tiene que ser honesta sino también parecerlo", y no les digo nada el
César mismo. Del mismo modo, el que Chaves y Griñán no se beneficiaran
crematísticamente del desvío irregular de los fondos de la Junta que
presidían es inaplicable porque su rédito fue de otra índole, puede que
mayor: permitirles ganar elecciones y mantenerse en el poder, con todo
lo que eso representaba en una Andalucía convertida en un cortijo.
Tampoco hace falta leerse entero el mamotreto que la juez
Alaya ha enviado al Tribunal Supremo para percatarse de que las
instituciones oficiales andaluzas habían montado una red irregular de
estructuras oficiosas que se retroalimentaban mutuamente. Se usaban las
jubilaciones anticipadas de empresas en quiebra para meter de matute a
amigos y familiares que nunca habían trabajado en ellas; se utilizaba la
ayuda a los parados para beneficiar a compañeros de partido; se daban
cursos y títulos de formación inexistentes a través de academias sin el
profesorado adecuado; se creaban empresas ficticias para canalizar las
subvenciones; se repartía pródigamente el dinero público y comunitario
entre sindicatos y empresarios afines, para tener a todos contentos y,
por si todo ello fuera poco, se ignoraban olímpicamente las advertencias
de los controladores oficiales que año tras año advertían de las
tropelías que se estaban cometiendo, que es la mejor señal de que las
autoridades se creían inmunes. ¿A quién iban a temer si ellas decidían
qué estaba bien y qué estaba mal?
No creo, por tanto, exagerado calificar de cosa nostra el
régimen andaluz, ni extraño que haya sobrevivido tres décadas. Ellos se
lo guisaban y se lo comían. El precio ha sido alto —el mayor paro de
España y el menor crecimiento—, pero los treinta años de fiesta no se
los quita nadie. En tales condiciones, ¿cómo se puede pedir a Susana y a
Pedro que condenen a quienes les pusieron en sus cargos? Sería
suicidarse políticamente, ellos que esperan llegar a lo más alto.
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