viernes, 5 de agosto de 2011

Un soplo de moderación y unidad.

La situación económica del país es lamentable y todos, tanto expertos como ciudadanos de a pie, descuentan que va a ir a peor en los próximos meses. Se espera un otoño negro y algo muy parecido a aquel “invierno del descontento” que castigó al Reino Unido antes de la llegada al poder de Margaret Thatcher en 1979. Ante semejante panorama sólo quedan dos opciones. Hacer de la necesidad virtud y arrimar el hombro o deslizarse por la senda de la querella interna y hundir –un poco más si cabe– el ánimo de la ciudadanía y las expectativas de recuperación económica.

La crisis, que no sólo es económica sino también política, institucional, moral y hasta de identidad nacional, requiere que los padres de la patria estén a la altura de las circunstancias. Y el primero de ellos el Rey Juan Carlos, que, aparte de ser el primer español, tiene el mandato constitucional de moderar y atemperar cuando la situación lo requiera. Ese es el caso. España atraviesa momentos especialmente complicados, quizá los más difíciles desde la Transición a la democracia. Es por ello que la reacción del Monarca desde su retiro estival en Palma de Mallorca sea la que exige el momento, aunque quizá la Casa del Rey podría habernos ahorrado algunas imágenes que no casan con la situación de un país que tiene cinco millones de personas desempleadas.

La decisión por parte del Rey de tratar de hacer piña con los principales líderes políticos para transmitir una imagen de unidad es la adecuada y la única posible. En estos momentos, con el Estado al borde de la bancarrota y a las puertas de unas elecciones generales decisivas, nuestra democracia no puede ni debe fracturarse ni perderse en estériles y peligrosas banderías políticas. Zapatero se va, cierto, pero su partido se queda, y el PSOE es y seguirá siendo clave en la estabilidad y gobernabilidad del país.

Respecto a Mariano Rajoy, se ve ya con varios meses de adelanto de presidente del Gobierno y empieza a ejercer como tal. Esa es la razón por la que, durante esta semana de dificultades financieras, ha adoptado una posición de Estado, alejándose del electoralismo y de la demagogia a la que, por otro lado, sus adversarios socialistas son tan aficionados. Una vez en el Gobierno, Rajoy heredará un país descompuesto e incapaz de crear riqueza. Más le vale equiparse de grandes dotes de realismo porque fácil no lo va a tener. Necesitará llegar a amplios consensos para afrontar las reformas urgentes que nuestra economía –y la Unión Europea– están pidiendo a gritos.

Que el clima político se haya serenado o que el Tesoro se haya encontrado con una prima de riesgo ligeramente inferior a la del lunes a la hora de colocar una nueva emisión de deuda no significa que la crisis esté camino de resolverse. Nada más lejos. Muy probablemente los mercados financieros seguirán endureciendo sus condiciones. Nuestro crédito internacional es cada vez menor. El Gobierno de Zapatero se niega a tocar nada antes de las elecciones y eso tiene un coste en el mercado de deuda. Los acreedores dudan de nuestra solvencia y encarecen los préstamos. Un círculo vicioso que está machacando literalmente las finanzas públicas y que nos ha colocado en el grupo de los candidatos a la quiebra junto a Grecia, Irlanda o Portugal.

Por ello, porque la situación no puede aguantar ni un minuto más es imperativo que se celebren elecciones cuanto antes. La incertidumbre es demasiado alta como para esperar a finales de noviembre para conocer el nuevo Gobierno, que no se podría poner a gobernar hasta entrado el mes de enero. España no puede esperar tantos meses en estas condiciones. Zapatero tiene la obligación de convocar elecciones según vuelva de vacaciones. El partido ha terminado, y cuanto antes pite el árbitro, mejor para todos.


EDITORIAL LA GACETA

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