Convertido en un modesto telonero, en apenas una sombra política, hace pocos días se presentaba el todavía presidente Rodríguez Zapatero para afirmar que habría un antes y un después del discurso de Rubalcaba, casi como si tuviésemos que esperar un nuevo acontecimiento planetario.
Sin embargo, si algo ha quedado absolutamente claro en la exposición de Rubalcaba ha sido la ausencia de cualquier novedad. Largo, previsible y aburrrido, durante más de una hora el recién proclamado candidato se reestrenó ante España con un tono profesoral, casi condescendiente, en una nueva versión de la charlatanería de feria, eficaz sólo con los incautos o con los desmemoriados, porque ese discurso ya lo hemos oído en España, se llama felipismo.
Se presenta Alfredo como el candidato de las “erres” y, con total desparpajo, se pega en su nueva chaqueta etiquetas como “regenerador” o “renovador”, aunque al hacerlo se retuerzan de risa y de miedo las hemerotecas. Y es que casi parece una broma que se ofrezca para regenerar la política el portavoz del Gobierno de los GAL, el mismo que no se cansó de repetir su confianza absoluta en la inocencia de los que luego fueron condenados por la guerra sucia.
Otra de las virtudes que se autoconcede –con el único argumento de que comparten la letra inicial con su segundo apellido– es la de “responsabilidad”, y atónito debió quedarse el diputado popular Gil Lázaro al escucharle, porque hace ya mucho tiempo que le exige al vicepresidente precisamente eso, que asuma sus responsabilidades en el caso Faisán, que no pretenda enterrar uno de los grandes escándalos de la democracia, la colaboración con ETA de funcionarios del Ministerio del Interior, cuando al frente de esta cartera, es decir el máximo responsable, era el ahora candidato socialista. Quizá para eludir estos recuerdos, o para no molestar a futuros aliados, Rubalcaba omitió deliberadamente el terrorismo en su discurso, sin ni siquiera una mención para el hecho terrible de ver a Bildu en las instituciones.
Sí que habló de economía, con argumentos más de indignado de esos que acamparon en la Puerta del Sol de Madrid que de quien ha sido miembro del Gobierno durante todo el desarrollo de la crisis. En este terreno se desplegaron las líneas más demagógicas de su propuesta, apostando definitivamente por esa línea –insinuada estos días– que pasa por criminalizar a la banca, sin otro objetivo que el de desviar la atención sobre el propio desastre de las políticas económicas del Gobierno. También está dispuesto a demonizar a los buenos gestores, “quienes no han sufrido en la crisis colaborarán para que todos salgamos”, dijo, en un enunciado casi soviético, pues ese es el adjetivo apropiado de quienes pretenden “democratizar el sufrimiento” por decreto.
Alcanzó las cotas más altas de cinismo al tocar el tema de la educación, porque por un lado reconoce el desastre del sistema, innegable por los resultados, pero a la vez pretende la validez de todas las leyes educativas, de hecho hasta se comprometió a no tocarlas. También aquí vertió sus gotitas de demagogia, señalando que no le gustaba el término “fracaso escolar”, porque “¿quién puede llamar fracasado a un chico de 14 años?”. Si es que nadie se lo llama, que cuando se habla de fracaso escolar se está hablando del fracaso de las políticas educativas, del fracaso de los ministros de educación que, como Rubalcaba, han aplicado sus criterios ideológicos en escuelas y universidades, con el conocido resultado.
También ha fracasado la política social del socialismo y, sin embargo, el ex vicepresidente del Ejecutivo socialista no duda en presentarse como adalid de las causas sociales, como si el día en que su Gobierno aprobó el mayor recorte social de la historia él hubiese estado de viaje o de vacaciones. Y lo mismo cuando habla de desterrar la crispación y el sectarismo, que su sangre gélida hace que no le aparezca el más mínimo rubor en las mejillas, a pesar de haber dedicado tanto esfuerzo como dinero en recuperar odios de otro siglo –Ley de Memoria Histórica– perpetuando la división y el enfrentamiento.
Parecido, por desvergonzado, su enfoque de la corrupción, expuesto con semblante preocupado, apostando por la transparencia en la política, mientras recibe los aplausos entregados de Bono –el empresario hípico–, Chaves o de Griñán, que estaría pensando si tanto insistir en eso de la “erre” no haría demasiado fácil el fabricar chistes sobre los “eres” andaluces.
El Rubalcaba más auténtico, el más maquinador, apareció cuando quiso explicar que no todos los políticos son iguales y lo hizo con odiosas comparaciones: Olof Palme y Le Pen, Margaret Thatcher y Lula o –la más aplaudida– Felipe y George W. Bush. En ese párrafo se resume todo el proyecto socialista, toda la estrategia del químico, que es la de siempre: ahondar en la pretendida superioridad moral de la izquierda, reducir la realidad a silogismos tramposos, demonizar al adversario y, por supuesto, reivindicar el nombre de Felipe, porque en el PSOE van a llamar regeneración al regreso de sus más viejos líderes, los que ante la perspectiva de la derrota total sienten nostalgia del tiempo en que convirtieron a España en su cortijo.
EDITORIAL LA GACETA
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