En algún momento entre 1910 y 1915, Trotsky presentó a Willi Münzenberg a Lenin, y el marxista alemán le explicó al fanático ruso comunista que el triunfo revolucionario no podría dominar Europa a menos que se contara con la ayuda de lo que él llamaba, con cierto desprecio, “el club de los inocentes”. El mismo grupo que, luego, el escritor Antonio Muñoz Molina llamaría, en su novela Sefarad, “los crédulos, los idiotas de buena voluntad”. Es decir, las personalidades más importantes de lo que el historiador de Yale Michael Denning bautizó como “el Frente Cultural”, lo que en tiempos fue la Alianza de Intelectuales Antifascistas y hoy conocemos como los artistas de la zeja.
De Lenin y Münzenberg a Miguel Bosé, Almudena Grandes, Fran Perea, Ana Belén, Loles León o Boris Izaguirre hay un solo paso que se recorre deprisa. El paso que Jean-François Revel llamaría “la gran mascarada”: camuflar las ideas totalitarias de izquierda en causas humanitarias. Así, y con el halago y la subvención de los intelectuales “comprometidos”, se consigue la hegemonía cultural de la izquierda y que el fin político sea atractivo para la masa.
Lenin aceptó a Münzenberg y este se rodeó en Berlín de lujo y de poder económico. Con el ascenso de Hitler al poder, Münzenberg se exilió en Francia, en donde encontró el terreno tan abonado que apenas tuvo que enfangarse para que el mundo cultural francés y su espejo estadounidense vieran a Stalin como el paladín de la libertad frente a los autoritarismos y el capital. En esta trampa cayeron miembros reputadísimos del “club de los inocentes” como Hemingway, Gide, Wells, Parker, Dos Passos, André Malraux, Einstein y el ya mencionado Brecht, paradigma absoluto del idiota de buena voluntad.
Tras la guerra, las grandes democracias del mundo se sentaron en igualdad de condiciones con la URSS a diseñar el nuevo mapa de Europa y el reparto de fuerzas, pero esa igualdad relativa se fue destruyendo con el paso de los años. A finales de los sesenta, y en lo que se refiere al caso particularísimo de España, el régimen autoritario había depositado la cultura de nuevo en manos de la izquierda en un proceso paralelo al que siguió la Francia gaullista. Malraux, el ex comunista que tantos halagos recibió de Münzenberg, se ganó la simpatía de De Gaulle, que lo nombró ministro de Asuntos Culturales sin que el general llegara a sospechar que reclutando al eximio ministro de Información de la Francia de la posguerra había metido al enemigo en casa.
Cambios
A principios de los setenta, ante el cambio que se avecinaba en España, se sacó la cultura del mercado en el que tantos autores se habían jugado prestigio, creatividad y dinero y se la dotó de un seguro de vida que impedía el riesgo en la actividad creativa. La Transición tuvo el efecto de otorgar influencia a parte de ese mundo de la cultura que se dice “intelectual”. Actores y artistas salieron de las páginas del papel cuché en las que habían estado confinados durante el franquismo y desembarcaron en las de política nacional.
Comenzaron las listas de escritores, los paseos por ferias extranjeras, las subvenciones a los editores, los fondos de protección, la subvención a la distribución... El efecto fue inmediato y duradero –los Gobiernos de Aznar también fueron malrauxianos–, y se salvó el desconcierto inicial que supuso el referéndum de la OTAN con la creación del canon digital por decisión del último Gobierno en funciones de González sólo un año después del “Sí a la OTAN”. En tiempos recientes, el mundo de la cultura ha llegado hasta el extremo münzenbergiano de crear una Plataforma de Apoyo a Zapatero –el llamado “clan de la zeja”– y “reivindicar la alegría” del PSOE frente a lo que se llamó, en acto público, “la turba mentirosa de la derecha y la teocracia idiotizante de los obispos”.
Y quizá por eso, en 2010, en el peor año de la crisis, cuando se perdían 4.000 puestos de trabajo diarios, la ministra de Cultura, González-Sinde, aumentó la cuantía y número de las ayudas concedidas a la industria cinematográfica.
J. ANTONIO FÚSTER, LA GACETA.
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