EL pasado jueves el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la Resolución 1.973 por la que se permite el uso de la fuerza para resolver la crisis libia. Lo que en un principio había sido una iniciativa francesa para establecer una zona de exclusión aérea se convirtió con el paso de las horas en una carta blanca para para acabar con el régimen de Gadafi. El presidente Obama, remiso a intervenir, una vez se convenció de que no tenía más remedio que involucrarse, pidió a su embajadora en Naciones Unidas garantías para hacerlo con las menos trabas y la mayor contundencia posibles. Rusia y China, miembros con derecho de veto, optaron por abstenerse a la vista de la posición de la Liga Árabe, opción a la que se sumaron estados clave como India, Brasil y Alemania.
Cuando escribo estas líneas cazas franceses y británicos están atacando posiciones controladas por fuerzas adictas a Gadafi y más de cien misiles de crucero han sido disparados desde buques británicos y norteamericanos. Unos hechos de esta magnitud invitan a una primera reflexión sobre las consecuencias internacionales de esta crisis. Nos encontramos ante una alianza ad hoc. No es una misión de Naciones Unidas, ni una acción de la Alianza Atlántica ni, mucho menos, de la Unión Europea. No estamos, como se nos repite hasta la saciedad, ante una posición tomada por la «comunidad internacional», sea eso lo que sea. El Consejo de Seguridad es un directorio de grandes potencias, no la expresión de un orden democrático. Una parte de esas potencias se ha lavado las manos y otra ha decidido intervenir por razones distintas, pero las organizaciones internacionales europeas han quedado de nuevo fuera de juego ante la falta de una visión común.
Tanto la Resolución como las potencias que han conformado la alianza fundamentan su posición en dos argumentos: la crisis libia es el resultado del alzamiento del pueblo frente al dictador, y este último está provocando una crisis humana. Desde mi punto de vista, y con la información disponible, no puedo compartir ninguno de estos dos argumentos. Más aún, estoy convencido de que tampoco los comparten quienes hoy están atacando a las fuerzas leales a Gadafi.
Libia es un estado tribal. Gadafi ha perdido el apoyo de una parte considerable de estas tribus y ello ha llevado a un levantamiento. No es casual que haya comenzado en la Cirenaica, como tampoco lo es que sus apoyos se encuentren en Tripolitania. Los líderes de la revuelta son ex ministros, responsables como el propio Gadafi de crímenes de toda condición y merecedores como él de las mayores penas. Sus motivos nada tienen que ver con la democracia, sino con el reparto de poder. No hay ningún pueblo que se levante contra un dictador, sino tribus enfrentadas.
El uso de la fuerza siempre provoca bajas civiles. Cuando los rebeldes avanzaron hacia Trípoli mataron e hirieron a civiles al tiempo que destruían casas. Cuando las fuerzas de Gadafi contraatacaron ocurrió, y continúa ocurriendo, lo mismo. Exactamente lo mismo que cuando las fuerzas aliadas avanzaron hacia Caen tras el desembarco de Normandía, cuando bombardearon Belgrado, cuando trataron de someter las revueltas en Falulla o cuando intentan erradicar las milicias talibanes en Afganistán. Esa es la naturaleza de la guerra, y cualquier comparación resultaría muy incómoda para los aliados.
Muchos se sorprenden de que Francia o España hayan cambiado sus papeles y se sumen a los que hemos defendido siempre la expansión de la democracia. No lo están haciendo. Su comportamiento, de hecho, no de palabra, es perfectamente coherente. En Libia no está en juego el triunfo de la democracia sino un determinado reparto de poder. La Liga Árabe, un cártel de dictaduras temerosas de los efectos de la democracia en sus propios países, ha solicitado su colaboración, y ellos han entrado en el juego. Fieles a su tradición, los dirigentes árabes mantendrán una posición en privado y otra en público, una hoy y otra mañana. Lo lógico habría sido contestar que lo resolvieran ellos, pero cuando se trata de contentar a amigos y satisfacer objetivos empresariales toda generosidad es poca. Los líderes árabes tienen razones para odiar a Gadafi, ¡quién no!, pero de ahí a apoyar la democracia hay un abismo. Francia y España se han sumado a un enjuague interno a la espera de beneficios diplomáticos y económicos. Sarkozy aprovecha una oportunidad para levantar cabeza y reivindicar tanto el papel de Francia en la región como su compromiso con la democracia. Zapatero, a la vista del fracaso de su Alianza de las Civilizaciones y de su insignificancia internacional, trata de poner en valor una decisión oportunista, determinada por sus declaraciones contra Gadafi —para satisfacer a una opinión pública que no entendería otra posición— y por la defensa de los intereses de nuestras empresas. En ambos casos están jugando a favor de regímenes dictatoriales, de sus socios comerciales o ideológicos.
Las potencias anglosajonas, en especial Estados Unidos y el Reino Unido, han adoptado una posición más reactiva: consideran que el triunfo de Gadafi resultaría humillante, una nueva merma de su autoridad, un escándalo de serias consecuencias. Tanto el Pentágono como la comunidad de inteligencia desaconsejaron la intervención norteamericana por desconfiar de los líderes rebeldes. Temen, con razón, que la alternativa puede ser aún peor. Finalmente ha sido el aparato diplomático quien ha ganado el pulso, con razones comprensibles. Los tres años de presidencia de Obama han sido los más más incoherentes en materia estratégica desde la II Guerra Mundial, su política hacia el Mundo Árabe ha sido caótica y necesitan con urgencia recuperar la autoridad perdida. Obama no se engaña sobre lo que está ocurriendo en Libia, sencillamente ha llegado a la conclusión de que tiene que evitar una victoria de Gadafi al tiempo que demostrar a la comunidad árabe que Estados Unidos todavía es la potencia de referencia.
Los hechos han dado la razón a Rumsfeld. La OTAN se ha convertido en un organismo diplomático irrelevante en materia de defensa. Cuando se trata de usar la fuerza se recurre a alianzas ad hoc, que se desvanecen tan fácilmente como se forman. Son las naciones, no los organismos internacionales, los que actúan a partir de sus propios intereses. La defensa de la democracia sigue siendo un buen argumento, pero en casos solo es eso. La democracia no está en juego en Libia, pero sí en Irán, por poner un ejemplo donde la causa de la libertad va unida a una clara amenaza a nuestros intereses de seguridad. Hemos decidido involucrarnos en una guerra civil entre libios donde, como la señora Merkel ha señalado, no sabemos qué parte es peor y qué consecuencias puede tener para la estabilidad de la región. Actuamos en política exterior con la misma ligereza con la que venimos administrando nuestra economía. Esperemos que los resultados no sean tan desastrosos.
FLORENTINO PORTERO, ABC.
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