martes, 11 de enero de 2011

La fe política ante todo

Muchos dicen, o mejor dicho tachan, a quienes no nos sumamos a su singular manera de entender la democracia, ya sea interna o externa, de carecer de ideas por mantenernos fieles, de no creer en nada que no seamos nosotros o de estar demasiado ocupados chupando un sueldo que, al menos en mi caso, es inexistente. Nunca dije nada aquí sobre aquellos que patalean cuando no se les complace porque este es mi espacio. No haré, ni mucho menos, leña del árbol caído, eso se lo dejo a los arribistas que buscan cambiar prestos de chaqueta antes de que les pille el temporal.

Sin embargo, si haré otra cosa y es explicarme. No respondiendo a insidiosas preguntas planteadas desde el olvido selectivo, sino reafirmando mi fe política, madurada desde hace años y todavía en proceso de ello, en constante cambio y abierta a todo aquello que nos haga progresar como personas y como sociedad.

En primer lugar, creo en la libertad. Sin ningún tipo de rodeo, ni preámbulo. Creo en la libertad de cada individuo, en su legítima e irrenunciable potestad para disponer de ella y practicarla siempre y cuando no coarte la de sus semejantes. El hombre es libre y, antes que estado, fue individuo. Por eso, y no sin mucha capacidad de autocontrol, el ser humano debe luchar siempre por fomentar espacios de libertad. Si una persona, sea cual sea su raza o cultura, se convierte en preso de un sistema que expropia sus libertades caerá, o bien en la más absoluta deshumanización, o bien en el más triste círculo de infelicidad, o bien en ambos al mismo tiempo.

Pero libertad es mucho más que aparentar ser libres, que votar unas elecciones o que tener poder de decisión sobre algunas cosas. Libertad es disponer de tus bienes a tu gusto, conseguir una independencia tanto física como social, consumir aquello que deseas, responder a tus principios y no arrodillarte ante quien no te quieras arrodillar. Y, porque creo en esa libertad, creo en todo lo demás.

Porque creo en esa libertad, creo en la democracia. Diría más, creo en la democracia occidental. Creo en los preceptos ideológicos de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, la cual compone el primer manifiesto moderno en pos del sistema político en el que hoy vivimos. Creo en todo su contenido y en su legado, porque de él ha nacido el germen del progreso, tanto para Europa como para la propia América. La libertad de las democracias generaron la Revolución Industrial, la Unión Europea, el Euro o la ONU. Si repasamos la historia, sólo aquellos que aspiraron a tiranos trataron de derribarla o modificar sus principios. Por otro lado, los que queremos salvaguardarla tratamos de cambiar para mejor sus mecanismos, pero nunca su fundamentación.

He nombrado a Estados Unidos y su Declaración de Independencia, y lo haré cuantas veces quiera. Posiblemente no sea yo el más ferviente defensor de muchas políticas que nos vienen de norteamérica, sin embargo, sería una inopia apabullante creer en la fuerza de una democracia libre y no hacer mías estas palabras: "que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios,el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad".

Pero de nada serviría creer en lo anterior sin una fe inquebrantable en una educación libre, generadora de conocimiento. Poco nos valdría creer en las grandes libertades si no las dotamos de una base, no social, sino individual. No podríamos perseguir una democracia pura y abierta con individuos que no comprendan las políticas que su estado realiza. La gran solución nunca será bajar la calidad de nuestras leyes o restringir las libertades, sino que debe ser una mejora progresiva de la educación en todos los ámbitos, único y verdadero impulso de la sociedad. Por eso, creo en una educación que forme personas y no ciudadanos sumisos.

Y es que son aquellos países con peores ratios educacionales lo más proclives a padecer, si no lo hacen ya, los males de un gobierno autoritario. Son las personas educadas en la prohibición aquellas que peor miden el límite entre lo bueno y lo pernicioso de una acción, ya sea para la sociedad o para ellos mismos. Porque cuando el Estado crea una ley injusta, las personas se plantean el resto de sus leyes y, cuando revisamos las leyes con el único motivo de la desconfianza, podemos caer en el error de cuestionar aquellos principios que nos han hecho progresar. Por eso, y sólo por eso, en una educación en libertad, en la reflexión sobre nuestro sistema de una manera positiva y en el desarrollo de las personas para alcanzar su máximo potencial estarán el desarrollo y la crisálida de un estado democrático.

Y he nombrado al estado porque creo en el estado. Creo en que la suma de individuos, a gran escala, genera prosperidad y crea vínculos que conforman una sociedad donde el ser humano puede realizarse por completo. No podemos obviar que el estado es un nivel evolucionado de una necesidad humana, la socialización. Pero tampoco debemos caer en el error de dar más poder al aparato de éste que a los propios individuos que lo conforman. Vivimos en sociedad y, por ello, damos a nuestros gobiernos una serie de potestades que individualmente no podremos satisfacer: política económica, justicia, defensa (interior y exterior) y diplomacia son las más notorias e incuestionables.

Son nuestros gobiernos quienes tienen que velar por la libertad y por el desarrollo de los individuos, así como trabajar en pos del progreso. Sin embargo, y ese es tema de otra reflexión, ¿hemos dado demasiado poder al estado? Es una pregunta que debemos hacernos casi a diario, si no queremos acabar imbuidos en un aparato faraónico, paternalista y encerrado en sus esferas de poder. No debemos cuestionar, por tanto, nuestra organización como sociedad, sino los poderes que le entregamos a nuestros gobernantes.

Pero, llegados a este punto, he de decir que si creo en la libertad, la democracia, la educación y el estado, ¿por qué no creer en la unión de ideas? Cómo no, creo en los partidos políticos. No como superestructuras controladoras, no como entes que priorizan lo suyo antes que el bien común. Sino como un espacio donde personas afines ideológicamente van aportando individualmente sus ideas, conformando políticas y madurando su ideología, sumando y haciendo sumar a la sociedad. Son las personas las que deben formar en todo momento al partido político, nunca el partido quien debe formar a sus militantes. Y deben, cómo no, ser estos militantes quienes respeten las normas del partido al que se suman. Así, integrando ideas y personalidades dispares será la sociedad quien juzgue a través del voto un conjunto global formado por personas diferentes. Pues, si por cada idea hubiese un partido, deberíamos hacer un escaño por cada habitante.

Por último y por todo lo dicho antes, en la soberanía de mis ideas, creo en el Partido Popular. Porque considero que es el partido que mejor las representa, al igual que alguien del PSOE o de IU lo considerará de otra manera. Yo lo creo así porque somos libertad frente a intervención, porque creemos en un sistema político como el que tenemos y luchamos por él sin relativismos, porque luchamos por una educación en valores y que haga progresar al individuo sin someterlo al colectivo, porque defendemos el estado sin dejar de cuestionar su poder y también porque podemos decir sin miedo que somos un partido que siempre ha sumado, hemos integrado ideas y decenas de partidos dispares, tenemos políticos de diversas corrientes ideológicas y esto no nos debilita, al revés, nos hace más fuertes y desmiente a aquellos que dicen que la derecha excluye. Aunque esas, cómo no, suelen ser gentes que nos tachan de extremistas pero que votarían a Gallardón, o personas que nos llaman centristas y que no ven el momento de aplaudir otra vez a Esperanza Aguirre o a Feijóo. Es, por tanto, el ejemplo de que la suma de ideas no debilita sino que genera grandes cosas, siempre y cuando todos cedan y haya un proyecto común.

Y dicho esto...

No me gusta contradecir a Groucho Marx, pero he de decir que aquí tienen mis principios y, si no les gustan, no tengo otros.


ANDRÉS RUIZ RIESTRA, VICESECRETARIO GENERAL DE NUEVAS GENERACIONES DEL PARTIDO POPULAR DE GIJÓN.

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