miércoles, 13 de mayo de 2015

EL INJUSTO IMPUESTO DE SUCESIONES

Para cubrir sus propios gastos y ofrecer a los ciudadanos un Estado de Bienestar aceptable, los Gobiernos necesitan un dinero, que recaudan normalmente a través de los impuestos. Por lo tanto, no es de extrañar que, a veces, se dejen llevar de un desmedido afán recaudatorio, y disparen peligrosamente la presión fiscal. Piensan que así aumentan los ingresos, y no es verdad. Para empezar, las subidas de impuestos, cuando son excesivas, molestan y empobrecen a los contribuyentes. Y estos, al contar con menos dinero, reducen su consumo, limitan sus inversiones y, por lo tanto, crean menos riqueza.

Las subidas de impuestos, no siempre se traducen en una mejora de la recaudación. La famosa curva, desarrollada por el economista Arthur B. Laffer, nos demuestra que puede ocurrir exactamente lo contrario y que son las rebajas fiscales las que, en realidad, pueden generar un aumento de los ingresos. Si el tipo impositivo sobrepasa un punto determinado del eje de abscisas, la recaudación reflejada en el de ordenadas comenzará a disminuir. Pero aún hay algo más: una presión fiscal demasiado alta, puede desincentivar a los trabajadores, espantar a los inversores y, por supuesto, intensificar considerablemente la economía sumergida

Pero la voracidad recaudatoria de algunos Gobiernos puede ser tan alta, que no piensan nada más que en hacer caja. Y entonces, además de elevar exageradamente los tipos fiscales ya existentes, crean de vez en cuando otros impuestos nuevos. Hoy día, es verdad, pagamos tasas por casi todo. Tenemos, cómo no, el ineludible  impuesto sobre la Renta de las Personas físicas (IRPF). Y además, tributamos por la propiedad inmobiliaria, por las transacciones económicas que realicemos, por los bienes y servicios que tenemos y por otras muchas cosas. Está penalizado, faltaría más,  el consumo de hidrocarburos, el tabaco, el alcohol, y algunos otros artículos.

Aunque protesten los contribuyentes, muchos de esos impuestos, es verdad, están plenamente justificados. Hay otros que son injustos y descabellados, como ocurre con la figura impositiva de Sucesiones y Donaciones, que grava dos formas distintas  de recibir una herencia, que puede ser mortis causa cuando hay una sucesión por medio, o inter vivos si se trata de una donación. En cualquiera de los dos casos, estamos indudablemente ante un tributo un tanto absurdo y muy poco razonable.




No olvidemos que este impuesto, menoscaba  la igualdad ante la ley de todos los españoles, promulgada solemnemente por la Constitución Española. El Estado, es verdad, determina la manera de calcular la base imponible del impuesto de Sucesiones o Donaciones. Pero son las Comunidades Autónomas, cada una a su aire y de modo diferente, las que marcan la base liquidable y determinan la tarifa que se va a aplicar. Entra dentro de sus propias competencias alterar convenientemente las reducciones y los tipos establecidos previamente por el Estado.

Los partidarios del  impuesto de Sucesiones y Donaciones recurren sorprendentemente a la justicia social para justificar ese gravamen. Se trata de un tipo impositivo que, según dicen, sirve para redistribuir mejor la riqueza y promover la igualdad de oportunidades, lo que no es verdad. Aducen, además, que los herederos reciben una riqueza que, como no la han generado ellos, no la merecen.

No es verdad que, con semejantes impuestos, se redistribuya mejor la riqueza. Para empezar, con esos tributos ni se enriquecen los pobres, ni mejoran su vida los indigentes y menesterosos.  En tal caso, se empobrecen  los que tienen posesiones, los que reciben una herencia. De ahí que el impuesto de Sucesiones, en vez de igualar los niveles de riqueza, tiende más bien a igualar los niveles de pobreza y de miseria.

Tampoco sirven estos impuestos para garantizar la pregonada igualdad de oportunidades. Para conseguir esa igualdad de oportunidades, hace falta algo más que un poder adquisitivo notablemente alto. Para empezar, esa igualdad de oportunidades siempre está condicionada por otras muchas variables que quedan completamente al margen de las competencias de los Gobiernos. Es el caso de la inteligencia personal de cada ciudadano, su poder de convicción, su valentía y arrojo y, cómo no, su simpatía para contactar con más gente y, por supuesto, tener libertad para moverse.

También es un despropósito decir que, en ningún caso, los herederos se merecen la herencia que reciben. Cuando, en un país que practica un modelo económico de libre mercado, los ricos no son ricos porque sean unos privilegiados del Estado. Son ricos por su valía personal, por su capacidad para producir bienes para su consumo y, faltaría más, para satisfacer también necesidades ajenas. Por lo tanto, es absurdo que el Estado, o cualquier otra persona ajena, intenten señalar quién merece o no merece recibir una herencia. Esa decisión corresponderá, en todo caso, al propietario de esa fortuna.

Pero aún hay más. Cuando una persona trabaja o invierte acertádamente su dinero, es normal que  logre unos beneficios y termine acumulando un patrimonio más o menos amplio, por el que fue pagando religiosamente a Hacienda el gravamen estipulado. Pero no es normal, ni justo, ni razonable que sus deudos o allegados más cercanos paguen otra vez impuestos por estos mismos bienes en el momento de heredarlos. Es tanto como pagar dos veces por el mismo concepto.

José Luis Valladares Fernández

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