Si medimos la famosa previsibilidad de Rajoy por el grado de respeto a su programa, difícil será dar con aura menos merecida. Si el baremo es su estilo, digamos que mantiene vivas, aunque no incólumes, esa imperturbabilidad y esa aversión al riesgo que unos tanto aprecian y a otros tanto sulfura. Pero mirado desde Europa, el presidente hace honor a la leyenda: es la viva imagen del escolar aplicado que hace los deberes.
Cierto es que ha habido retrasos; quizá el más gravoso resultó de supeditar los presupuestos al calendario andaluz. Cierto es que ha habido resistencias, como lo demuestra la necesidad de reformar y reformar lo reformado. Pero nadie puede negar hoy que las indicaciones y directrices (u órdenes disfrazadas de recomendaciones) dictadas por la Comisión Europea, el Eurogrupo, el Ecofín, el FMI, Alemania, y hasta Finlandia, quedan satisfechas con el encauzamiento del problema bancario y la aprobación de unos ajustes superiores a los 65.000 millones. Algunas condiciones cumplidas, como la subida del IVA, chocan frontalmente con el programa y con la filosofía del PP, ya se ha dicho. Pero se choca en aras de una previsibilidad más trascendente: la que permite saber a los agentes decisivos que Rajoy hará lo que (según ellos) tiene que hacer. Sin esa seguridad, el parlamento alemán no habría aprobado el rescate del sistema financiero español. El problema es que esos agentes no yerran menos de lo que aciertan, con lo que están precipitando un rescate de país entre plácemes al alumno cumplidor y palmaditas en la espalda.
En casa, unos exigen la centralización del sistema -y aun la reunión de un nuevo constituyente- mientras otros acusan a Montoro de distribuir injustamente la carga del déficit, penalizando a las comunidades y privilegiando a la Administración del Estado. La reforma no va a hacerse con urgencia, y ahora mismo lo urgente prima sobre lo importante. En cuanto a la acusación de carga desigual, no es falsa, pero olvida el hecho decisivo de que la cúpula de la Administración del Estado lo es también del principal órgano político español: el gobierno de la nación. Es difícil que éste, único interlocutor ante los agentes condicionantes internacionales, planee hacerse trampas al solitario. Siendo respetable la crítica, quien tiene la última palabra es el ejecutivo de Rajoy, apoyado en una holgada mayoría parlamentaria.Ajustarse al dictado no ha evitado que la semana de los grandes recortes se cerrara con la prima de riesgo en la estratosfera de los 610 puntos básicos. ¿Por qué? Por una desconfianza más de fondo. Si ayer el principal motivo de recelo se llamaba Bankia, hoy se llama sistema autonómico. A nuestro modelo de distribución territorial del poder señalan en los foros internacionales quienes nada sabían al respecto hace dos meses. Por decirlo rápido, se duda de la capacidad del gobierno español para alcanzar sus objetivos porque está en entredicho el alcance efectivo de su control interno.
Por duras que sean las críticas -que eso es cuestión de estilo y de libertad de expresión- y por mucho que se solemnice la broma de que un grupo de 185 diputados «está solo», existe un límite: el de la deslegitimación del gobierno democrático. A ese monte se ha echado, al promover un plante autonómico, el presidente de la Generalitat, que por cierto necesita al PP para pasar sus presupuestos. En ese lodo chapotean los partidos que abandonan el Congreso. Por esas oscuridades nos adentra UGT, que califica la mayoría del PP de «fraudulenta». En realidad, el problema del primero se llama Palau de la Música, el de los segundos insignificancia, y el del tercero guerracivilismo.
JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC
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