jueves, 19 de enero de 2012

Don Manuel

 En ocasiones la muerte de una persona nos da la oportunidad de conocerla desde un punto de vista al que, durante su vida, no se nos hubiera ocurrido acudir. No me refiero ya a la consabida tendencia a ensalzar sistemáticamente, en una especie de siniestro puente de plata terminal, las virtudes de todo difunto por el mero hecho de serlo. Me refiero a que, algunas veces, la forma en que una persona afronta su final puede descubrirnos aspectos de su personalidad que podríamos estar lejos de sospechar. 

Lo normal es que los personajes públicos que tienen ocasión de decidir al respecto -no fue el caso, obvio es decirlo, de Gadafi, por poner un ejemplo reciente y significativo- acaben sus días de manera, al menos en apariencia, coherente a lo que ha sido su vida pública. Ejemplos como el de Juan Pablo II, apurando hasta el final el cáliz de su enfermedad, o, en el otro extremo, el suicidio ritual de Adolf Hitler, encajan a la perfección con sus respectivas y antagónicas trayectorias. 

Por eso cuando alguien que como don Manuel Fraga, el don Manuel por antonomasia de la política española de la segunda mitad del siglo XX, incuestionable fundador carismático del centro-derecha patrio, termina sus días poco menos que en el anonimato, sin aspavientos, y, además, decide restringir al ámbito íntimo y familiar sus ritos exequiales, huyendo de reconocimientos de Estado a los que, sin duda y, en justicia, pese a quien pese, resultaba acreedor, ello invita a pensar que tras esa arrolladora personalidad pública, en apariencia desaforada y prepotente, bien podría refugiarse, como tantas veces ocurre, una persona, por vulnerable, mucho más entrañable y humana de lo que a primera vista traslucía. 

Sabrán quienes le hayan tratado personalmente cómo era el Fraga más cercano, pero su estilo de afrontar la muerte y sus ritos subsiguientes, tan lejos, por ejemplo, de aquellos desmesurados funerales de opereta con los que se despidió a Enrique Tierno, ha servido, a mi entender, para humanizar la figura de quien se ha ganado, sobradamente, un lugar de privilegio en la historia política de España. Descanse en paz. 

PS: Del mismo modo que a veces puede contribuir a calificar a la persona del fallecido, también proporciona la muerte cumplida oportunidad para que se retraten otros. Un amigo dice tener la costumbre de no perderse el funeral de quienes le hayan mostrado hostilidad en vida. Mal está lo que no deja de ser una demostración de mezquindad interiorizada. Pero mucho peor resulta la mezquindad de quienes aprovechan la muerte ajena para ajustarle públicamente las cuentas al difunto. Si bien tamaña exhibición de miseria moral resulta indignante, bien pensado, no deja de ser coherente en alguien que, como Cayo Lara, sigue haciendo, a estas alturas, ostentación de profesar una doctrina política, la comunista, directamente responsable de la muerte de más de cien millones de seres humanos en el siglo XX. 

PS-II: Santiago Carrillo, por su parte, desde la distancia sideral que lo separa del tal Cayo Lara, ha afirmado de Fraga que supo adaptarse a la democracia. Y hay que reconocer que en eso, en la adaptación a la democracia, a don Santiago resulta harto difícil darle lecciones.


CEFERINO MENÉNDEZ, LA NUEVA ESPAÑA.

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