sábado, 2 de abril de 2011

Prohibir y recaudar.

Será difícil encontrar en el último siglo de historia de España un Gobierno más dañino para el bienestar de los ciudadanos y más lesivo para sus derechos y libertades que el que hoy maneja Alfredo Pérez Rubalcaba (APR), con Rodríguez Zapatero en la sombra. En una situación de estancamiento económico que no deja de producir paro y cierre de empresas, el estado anímico de los españoles, lastrado por la falta de confianza, debe hacer frente con regularidad a las humoradas y ocurrencias, cuando no los simples disparates, de un Gobierno que hace mucho tiempo dejó de representar los intereses de la mayoría. Ocurrencias y disparates. No de otra forma cabe calificar la decisión del Ejecutivo de limitar la velocidad en autovía y autopistas a 110 km/hora, iniciativa convertida en perfecta metáfora de la situación española: una tal velocidad de 110 km en autopista es la que naturalmente corresponde a un país que se ha quedado literalmente parado, parado y empobrecido, achicado por el paro, la pobreza y el paulatino recorte de libertades al que tan aficionado es este Gobierno liberticida. Velocidad tortuga para el país cangrejo. ¡Muerte al progreso!

No estamos aquí para discutir la efectividad de la nueva parida del ministro bombilla, Miguel Sebastián, al parecer padre de la idea, en lo que a ahorro de combustible se refiere, ahorro real que técnicos y expertos sitúan en menos del 3%. Estamos para denunciar que el Gobierno lleva años empeñado en recortar la velocidad, cuando de lo que se trata es de gestionar –palabra maldita para el Ejecutivo- la velocidad, lo que equivale, entre otras cosas, a adecuarla a la calidad de trazado y estado de conservación de la vía, de forma que en una autopista moderna y bien señalizada se pueda circular a 140, y en aquellos tramos de autovía vieja se imponga la restricción de los 110. La tendencia en Europa no es a reducir los límites de velocidad, sino al contrario: 130 en Francia; hasta 150 en algunos tramos en Italia; a 140 en Polonia desde hace pocas semanas, y a 130 en Holanda. Alemania, con tramos sin limitación, cuenta con el índice de siniestralidad más bajo de Europa, debido, entre otras cosas, a la eficiente red de helicópteros medicalizados con que cuenta, variable que completa la trilogía de “mejores infraestructuras, mejores coches y mejor asistencia sanitaria, igual a menos muertes en la carretera”.

El pasado mes de junio, el Congreso aprobó por unanimidad (también el PSOE) una proposición no de ley instando al Gobierno a revisar, por obsoletos, los límites de velocidad, evidencia de que el debate está sobre la mesa en España. La web Movimiento140.com ha recabado casi 175.000 firmas pidiendo una subida de los límites de velocidad, algo que piensa acometer el nuevo Gobierno de la Generalitat, elevando los límites a 130 en autopistas y eliminando la absurda limitación a 80 en las autovías de circunvalación a Barcelona decretada por el Tripartito de triste memoria, algo que podría dejar en evidencia la política de seguridad vial impuesta por la DGT en el resto de España, basada en la represión pura y dura y en el eslogan torticero de que “la velocidad mata”, mensaje permanente, constante, machacón de los últimos seis años, que esconde la realidad (Anuario Estadístico de Accidentes de la GDT, año 2008) de que la velocidad excesiva es responsable de sólo el 1,92% de las muertes en carretera.  

¿Limitar la velocidad o recaudar?
No es aventurado suponer que el ahorro energético perseguido se quedará en nada, y ello por la sencilla razón de que la mayoría de conductores –el 93% de las 11.420 personas que a las 8 de la tarde de ayer habían respondido la encuesta de este diario- tenderán de forma natural a no respetar una norma que consideran disparatada e injusta. Y si el conductor desprecia la norma, el corolario es sencillo: las sanciones por tráfico tenderán a crecer de forma exponencial, que es el objetivo que muchos españoles se malician late detrás de la iniciativa. Recaudar a palo seco, para lo cual es preciso seguir llenando las carreteras de radares, tres cuartas partes de los cuales se instalan paradójicamente en lugares donde apenas se produce el 18% de los accidentes mortales. El director general de la DGT, Pere Navarro, se encargó hace poco de aclarar el misterio con la desfachatez que le caracteriza: “colocar un radar en una  carretera secundaria no es rentable”.

Alfredo Pérez Rubalcaba y Pere Navarro, conversan durante una rueda de prensa (EFE)
Curioso personaje este Pere Navarro, antiguo inspector de Trabajo, típico ejemplar del gen intervencionista, liberticida y meapolítico (el partido es la religión; la propaganda, su profeta) que distingue al socialismo metomentodo que, si no es capaz de convencer, tratará de someter acogido al paternal “por vuestro bien”. Navarro es el guardián entre el centeno que concibe al conductor como un ciudadano de segunda, un tipo sospechoso cuyos derechos conviene limitar y cuya libertad debe ser permanentemente vigilada, y, por tanto, administrada, regulada. Prohibir, prohibir y prohibir. Para los Peres de este mundo derechos como la presunción de inocencia o el de defensa son estorbos intolerables que ralentizan el crecimiento de una cuenta de resultados cuyos ingresos él ha multiplicada por cinco desde que llegó a la DGT: por eso, en el trámite parlamentario de la última reforma de la Ley de Tráfico, don Pere deambulaba triste por los pasillos de Congreso, asegurando ante sus señorías que “lo que yo quiero es la misma capacidad ejecutiva que Hacienda o la Seguridad Social”. ¡Todo por la pasta!

Estamos, en definitiva, ante un problema de libertades, como ocurre siempre con los partidos socialistas empeñados en la igualdad por decreto en detrimento de la libertad. Es la esencia de la mayoría de las medidas legislativas emprendidas por el Gobierno Zapatero. Como advirtiera Hayek, nos hallamos ante otro caso de involución liberticida, una nueva demostración de cómo una democracia puede perfectamente atentar contra las libertades individuales. Padre de la teoría del “orden espontaneo”, Hayek  destacó la importancia del imperio de la ley, del sometimiento de todos los individuos –del Rey abajo- a esas normas surgidas de los usos y costumbres a través del tiempo y que evolucionan conforme lo hace la propia sociedad. El problema del momento radica en la perversión de la ley, en lo que alguien ha llamado la "hiperinflación legislativa" que acaba con el valor ejemplarizante de la misma y la devalúa y desvirtúa al responder a los intereses de grupo o partido al margen de las demandas sociales. Razón por la cual el derecho consuetudinario yace hoy postrado, víctima de un cúmulo de arbitrariedades legales fruto del juego de las élites y los caprichos del legislador liberticida, siempre dispuesto a restringir nuestra libertad y preservar sus privilegios.
Deslumbrante paradoja de la pesadilla Zapatero

El resultado es que el individuo está hoy discrecionalmente restringido en el uso de su libertad, dramáticamente podado por los caprichos de los Rubalcabas de turno, gente que, en el caso que nos ocupa, han descubierto en el uso del automóvil y en la siniestralidad inherente al mismo un caladero fácil de demagogia política -quizá la única muesca de la que puede presumir este Gobierno-, y una fuente inagotable de pasta. Recaudar para después repartir, se supone, olvidando la máxima de Plutarco según la cual “el verdadero destructor de las libertades del pueblo es aquel que reparte botines, donaciones y regalos”. Se trata, por eso, de meter mano en el bolsillo de los ciudadanos y freírlos a multas, como si no supieran ellos cómo y cuándo gastar su dinero mejor que el Estado. Las libertades dañadas y el principio de equidad jurídica hecho añicos. “¡Dadme la libertad o dadme la muerte!”, que dijera Patrick Henry, uno de los más influyentes defensores de la Revolución americana

En un discurso pronunciado en 1964 ante la Convención Republicana, el ex presidente Ronald Reagan planteó la cuestión de las libertades individuales en estos términos: “Se trata de saber si creemos en nuestra capacidad para el autogobierno o si abandonamos la Revolución americana y confesamos que una pequeña élite intelectual en una capital distante puede planear nuestras vidas mejor de lo que nosotros mismos podemos hacerlo”. Casi 50 años después, ésta sigue siendo la esencia del problema español. Como señalara Tocqueville en su Democracia en America, el viejo socialismo despótico del pasado ha sido sustituido por otro mucho más sibilino y peligroso, más soft: en el altar del talante y el buen rollo los españoles han cedido libremente grandes cuotas de libertad -deslumbrante paradoja de la pesadilla Zapatero-, sin que perciban el uso coercitivo de la fuerza.

Los efectos de las cesiones y concesiones de los españoles desde 2004 han dañado seriamente nuestra prosperidad y restringido peligrosamente nuestra libertad. ¿Hasta cuándo estaremos dispuestos a consentir que una minoría absurdamente ideologizada que ni de lejos representa ya los intereses de la mayoría del pueblo español actúe por nosotros, restrinja nuestros derechos, coarte nuestra libertad de movimientos y meta impunemente mano en nuestros bolsillos? Quosque tandem abutere, José Luis, patientia nostra?

Jesús Cacho.

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