martes, 1 de marzo de 2011

España con freno y marcha atrás.

Tiene delito que Pepiño Blanco trate de ocultar la pulsión intervencionista y liberticida que implica la reducción del límite de velocidad tachando al PP de “anarcoide”; y que le tilde de “friki”, cuando el Guinness del frikismo se lo lleva este Gobierno con su último volantazo. Cada vez que los españoles pasemos por un cartel de límite a 110 veremos mucho más que una pegatina improvisada, porque la señal de circulación se va a convertir en un símbolo del retroceso de un país donde se reduce no sólo la velocidad, sino también la riqueza y las libertades.

La medida es contraproducente económicamente porque el nuevo límite no garantiza la disminución del consumo. No hace falta ser Henry Ford para saber que la forma más directa de reducir consumos es el rejuvenecimiento del parque automovolístico, que actualmente es el segundo más viejo de Europa. Es innegable que independientemente de la velocidad, los coches nuevos son más eficientes: consumen y contaminan menos. Según los expertos, el ahorro que puede llegar a producir la ocurrencia de Zapatero será similar a las otras grandes apuestas energéticas del zapaterismo, como fueron el reparto fantasma de bombillas o la demonización de las corbatas, que no se sabe si era para ahorrar en la factura del aire acondicionado o para que los ministros pudieran trabajar en guayabera, como sus amigos de Venezuela. Incluso hay asociaciones de automovilistas que afirman que el consumo de gasolina podría llegar a incrementarse con este límite, porque cambiaría para mal la forma de conducir.

Además puede asestar un hachazo indirecto a la industria del motor, al reducirse la demanda de vehículos más potentes y con más prestaciones, lo que conllevaría disminución de márgenes de beneficios para los fabricantes y concesionarios, y también menos empleo. ¡Lo que le faltaba a un sector clave en el tejido industrial y que atraviesa un periodo de vacas flacas! Con el agravante añadido de que la demanda de coches más pequeños y menos potentes incrementa el riesgo de accidentes.

Como tantos otros palos de ciego que va dando el zapaterismo –y el sebastianismo–, lo que oculta la medida no es sino el desesperado afán recaudatorio de un pésimo administrador. En lugar de afrontar su responsabilidad, lo que el Gobierno hace es echar la carga en las espaldas del contribuyente.

Más que reducir la velocidad, los españoles comienzan a tener la sensación de que se ha puesto la marcha atrás, algo inevitable teniendo por presidente a un hombre que vive en el siglo pasado. Todo lo de Zapatero es antiguo. Hay que mirar muy para atrás para entender la política energética del Gobierno, que ahora pone adhesivos de 110 porque en verdad nunca ha despegado la leyenda de “¿Nuclear?, no gracias”, y que sigue la doctrina de esa juventud progre que se oponía a Lemoniz y nunca hablaba de Chernóbil. Por esa regla de tres, pronto llegaremos al extremo de utilizar zapatillas de esparto, porque las suelas de goma llevan petróleo, como ironizó ayer Dolores de Cospedal.

El recorte en la velocidad se ajusta al patrón de improvisaciones del Gobierno, pero a la vez nos advierte de que la situación puede ser aún peor de lo que presentimos. Es evidente que La Moncloa teme un panorama atroz en lo económico, y por eso se lanza a colocar este torpe parche. La medida debiera disparar las alarmas sociales, antes de que empecemos a pensar que ya no es imposible el desabastecimiento y de que la Memoria Histórica se transforme en recuperar las cartillas de racionamiento.

EDITORIAL DE LA GACETA.

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